Zacarías se llama. Un nombre bíblico el que envolvía ese cuerpo de pecado y deseo. Siempre le observaba desde la ventana. Estaba al corriente de sus horarios. Su primera salida era al alba, bien temprano por la mañana. Cuando las farolas aún alumbraban el desgastado acerado de cemento y el rocío impregnaba los cristales de los coches. Siempre recogida en un invariable intervalo de diez minutos, era el ímpetu del portazo la señal que permitía identificar si aquel día se le habían pegado las sábanas o si por el contrario había salido con el tiempo planificado.
Su imagen siempre impecable; vaqueros ceñidos pero no demasiado ajustados, cuya tela acariciaba su piel sin llegar a presionarla y marcaba las protuberancias de aquel apolíneo físico, dejando aún cierto juego a la imaginación sobre lo que se escondería tras ellas. La camisa iba cambiando según el día de la semana; aunque comenzaba con colores claros y conforme se acercaba el viernes la tonalidad se iba oscureciendo, no había ningún patrón que se podía establecer al respecto. Siempre bien planchadas y remetidas por dentro de los pantalones con un esmero y dedicación envidiables. Americana puesta en invierno, americana asida en la mano en verano. En épocas de calor extremo había días que salía de casa vistiendo un polo cuyas mangas se ajustaban a sus abultados bíceps, y la correa plateada de su reloj de marca brillaba sobre su piel siempre bien bronceada. Brillaba y resplandecía en su muñeca más que en ninguna otra.
Había veces que pegando mi nariz al cristal de aquellas ventanas cerradas, llegaba a oler el rastro que dejaba su perfume tras sus pasos. Pasos fuertes y decididos. Pasos que si adquiriesen una entidad y corporeidad humana, intimidarían y atemorizarían a cualquiera que los vislumbrase en la distancia. Era costumbre antes de subir a su deportivo, practicar una especie de ritual intrascendente e inconsciente; el acto de entrelazar los oscuros mechones de su repeinado tupé entre sus estilizados dedos, y moverlos en una especie de danza improvisada hacia los lados y hacia abajo, dejando que aquel peinado bien ensayado adquiriese una naturalidad engañosa. Su barba siempre bien recortada era el marco de un rostro cincelado por un orfebre. Rostro de facciones endurecidas que en ausencia de vello bien podría parecer algo aniñado, si no fuera por la sabiduría que va proporcionando la vida. Mirada desafiante, difícil de batir en un duelo visual sin el riesgo de convertirse en estatua de sal. Cierta soberbia como escudo. Cierta impavidez como arma bien afilada.
Cuando cerraba la puerta de su automóvil, se encendían los faros y arrancaba el motor, ese mismo rugido desgarrador se reproducía dentro de mí, en mis entrañas y se iba haciendo más y más fuerte conforme se iba alejando de la calle, dejando un reguero de humo negro tras de sí. Ya solo quedaba la espera, la interminable espera. La de un ansiado regreso que no era tan predecible como el de su salida. Pero bendito regreso. El de un cuerpo machacado por los deberes y obligaciones de la vida adulta. El de un ligero rastro de perfume ya prácticamente desvanecido, ligado al intrínseco elixir corporal; el sudor masculino. La camisa ya algo abierta, una abertura bien medida; dos botones no más, que permitían vislumbrar el incipiente vello que crecía fuerte desde aquellos hercúleos pectorales cual enredadera llena de vida y esperanza, y que discurría hasta sus vigorosos antebrazos que se dejaban entrever a través de los brazos ya remangados de la camisa. Y de nuevo esos andares firmes, amedrentadores.
Hay veces que parece que mira hacia arriba mientras camina hacia el portón del edificio, tal vez a los ventanales del tercer piso, o quizás a los del sexto u octavo. Nunca se cruzan nuestras miradas, pero dejo volar mi imaginación e imagino que me mira solo a mí. Y me masturbo con avidez fantaseando que lo tengo tan cerca que puedo oler los restos del aroma de sándalo y vainilla que desprende su cuerpo, mientras se va desvistiendo y se queda completamente desnudo en la intimidad de su hogar. Y solo cuando su figura se ha esfumado como polvo arrastrado por un vendaval, cuando ha desaparecido de mi mundo y mi néctar ya baña el suelo de mármol bajo la ventana; solo entonces se termina mi día. Y con él la esperanza. Y abandono el baño con aquella sensación de tristeza y soledad abominables que me acompañan como una sombra inamovible de melancolía. Con la única motivación de que llegue un nuevo amanecer. Un nuevo crepúsculo. Para escurrirme sigilosamente de entre las sábanas sin despertar a mi mujer y mis hijos y caminar descalzo, de puntillas como un niño travieso hasta el cuarto de baño, único testigo de mis deseos ocultos, y colocarme tras la ventana para observarlo a él. A Zacarías. Mi Zacarías.