Un almuerzo especial

Jona Velasquez (Colombia, 1984) nos sirve un relato perteneciente a su libro "Cuellos sangrantes: antología de historias cortas" en el que una Bogotá pospandemia se adereza con una pizca de realismo mágico oscuro para convertirse en el escenario de una comida muy particular.

Recibí un mensaje de Luciano a eso de las nueve y media de la mañana, su excusa para verme fue invitarme a tomar café, pero yo sabía que sus intenciones eran distintas. Era una mañana dominical de enero, el cielo estaba despejado y el sol calentaba sin ganas de una Bogotá que aún no se acostumbraba al nuevo pico y placa implementado por la alcaldesa. Pensé llegar al apartamento de Luciano por la ciclovía, pero no quería llegar a nuestro encuentro sudoroso, así que mejor tomé un taxi.

Me recogió Santiago, un padre soltero de treinta y ocho años que llevaba meses manejando taxi después de andar casi un año desempleado. Al ver que no podía encontrar trabajo, decidió manejar el taxi de su vecino por una módica suma diaria que le permitía quedarse con lo suficiente para pagar el arriendo y los gastos de su hija. Santiago era amigable y se abrió rápidamente a la conversación. Esto sería más sencillo de lo que había previsto.

Antes de salir del hotel me aseguré de que mi tapabocas no dejara ningún espacio al descubierto. Me gustaba el anonimato que esta medida de seguridad me proveía y la libertad que me daba al permitirme salir en las mañanas. Lo que no hacía el tapabocas era neutralizar mi acento, que delataba que no vivía en la ciudad.

Lleno de curiosidad, Santiago no pudo evitar preguntarme de dónde era; yo le respondí que era de Bogotá, pero que llevaba muchos años viviendo en el exterior, en la ciudad de Los Ángeles, que no tenía familia en Colombia, y que iba a visitar a un amigo que hace años no veía. Ante sus ojos me vi vulnerable, lo cual era mi intención para que se sintiera más cómodo conmigo.

A la mitad de la carrera, recibí una llamada de Luciano preguntando si estaba cerca; contesté que estaba a medio camino y que posiblemente llevaría lo del almuerzo para no tener que salir a buscar más tarde. Para ese entonces ya había entrado en confianza con Santiago que disimuladamente prestaba atención. Al terminar mi llamada, le pregunté si era mucha molestia parar rápidamente a recoger un pollo a la brasa para llevar a casa de mi amigo. Santiago accedió sin poner ningún problema.

Compré pollo como si fuese a alimentar a varias familias, y un par de litros de gaseosa con los cuales necesitaría ayuda. Santiago con su amabilidad muy colombiana se ofreció a ayudarme a cargar las botellas y ponerlas en el asiento trasero del taxi. Su amabilidad resaltaba una sensibilidad que combinaba perfectamente con su hombría y lo hacía un candidato perfecto para mi invitación.

Llamé a Luciano para avisar que estaba cerca. Al colgar le comenté a Santiago que mi amigo se había lastimado la espalda recientemente y tendría que bajar con dificultad las escaleras para ayudarme a subir el pollo y las botellas de gaseosa. Muy simpáticamente, Santiago dijo que él me ayudaba rápidamente a subirlas, y yo me ofrecí a darle una propina por su excelente servicio. Le dije que si gustaba podía almorzar con nosotros, pues había más que suficiente comida. Él aceptó la invitación.

Después de estacionar su taxi, nos dirigimos al edificio de Luciano y subimos directamente al cuarto piso. Ya ubicados al final del pasillo, afuera del apartamento, abrí la puerta que estaba sin seguro para que pudiera seguir Santiago que llevaba las botellas de gaseosa en sus manos. Noté cómo el esfuerzo de subir las escaleras y cargar aquellas botellas pronunciaban de manera latente las arterias de su cuello.

Dejé que Santiago pasara para luego decir en voz alta:

– ¡El almuerzo ya está aquí!

Santiago dejó las gaseosas en la mesa, y mientras yo me acercaba por detrás, volteó su cuerpo hacía mí, sacó una navaja que llevaba escondida en su bolsillo y dijo:

– Esto es un atraco.

El estrés pronunciaba las arterias de su cuello aún más. Me acerqué sin miedo hasta quedar frente con él y me bajé el tapabocas revelando mi secreto. Santiago quedó congelado del pavor y perdió el sonido de la voz instantáneamente.

– Ese cuello está muy sabroso, hermano, dije con un hambre primitivo que se asemejaba a la necesidad económica que tenía él.

Me lancé hacia su cuerpo con fuerza bruta e incrusté mis colmillos en su cuello, no hizo ruido alguno. Su navaja barata cayó al suelo al mismo tiempo que Luciano salía del baño hacía la sala.

– Oye, no se te olvide compartir, dijo Luciano.

Pasamos la tarde entera probando el cuello sangrante de Santiago, mientras el pollo permanecía en la mesa de la cocina intacto. Nunca hubo café, ni tampoco la necesidad de salir esa noche a buscar sangre fresca para saciar nuestra hambre por la humanidad. Los restos de Santiago estarían en el mercado negro al día siguiente, al igual que los repuestos del taxi de su vecino.

Relato incluido en «Cuellos Sangrantes: Una Antología de Historias Cortas» (2023, Alegría Publishing)

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