Sofía Redux

Raúl Portero (Terrassa, 1982), autor de "La vida que soñamos" (Egales, 2008), "La piel gruesa" (Egales, 2009), "Reykjavík línea 11" (2012) y "La canción pop" (Dos Bigotes, 2017), publica en primicia en Un Cuarto Oscuro su relato "Sofía Redux". Un emocionante viaje a la adolescencia a bordo del recuerdo de las primeras pulsiones del amor, el sexo y la amistad.

No me digas que no te acuerdas, tienes que hacerlo, ¿cómo has podido olvidarlo? Te hablo de la universidad. De ti, de mí, de Cristian, de Samuel, de los demás. Lo pasaste de pena por Samuel, claro. Por él sí. Tienes que acordarte de todo. 

No se podía fumar en el bar de la universidad pero daba igual y allí jugábamos a las cartas en lugar de ir a clase. Los fines de semana íbamos a Arena, la de Gran Vía, ¿te acuerdas? y al principio nos gustaba porque teníamos dieciocho años y a esa edad el mundo no ha hecho más que empezar a crecer ante ti y todo es nuevo y todo es intenso y te conformas con cualquier cosa. Y qué diablos, allí tampoco se estaba tan mal. Bailábamos los dos tan juntos que parecíamos novios, bromeabas con que iban a confundirte con un hetero, que así no se podía ligar, pero el caso es que bailábamos juntos, pegados, y te ponías camisetas imperio y estabas guapo porque siempre se te dio bien hacer deporte y tenías un cuerpo que ya querrían para sí algunos de los hombres que bailaban a tu alrededor, mayores que nosotros y que intentaban aparentar nuestra edad deslomándose en el gimnasio. 

Tienes que acordarte porque era la época del Sobreviviré de Mónica Naranjo, ¡cielos! Hace más de veinte años de eso. A ti te encantaba la canción pero yo no entendía qué decía esa mujer ni por qué gritaba tanto mientras cantaba; creo que me he dado cuenta de su significado años después. Pero entonces daba lo mismo: bailábamos y saltábamos como si no hubiera un mañana al escuchar la canción y eran muchos los que se acercaban a ti para decirte cosas al oído y tú, sin mirarles a la cara, los rechazabas. Cada noche tenías muchos pretendientes; a veces eran tan guapos que parecían recortes de la portada de una revista. Nunca te ibas con ellos. Decías que no te gustaban, que buscabas otra cosa, y yo creía que en realidad tenías miedo de perder la virginidad, que creías que iba a dolerte mucho cuando pusieras el culo, que por lo que decían salía mucha sangre. Era mentira. ¿Te acuerdas ahora?

Esos hombres, qué guapos eran, fuertes también, bonitas sonrisas, mejores culos, venían, sonreían y te invitaban a cubatas que terminaba bebiéndome yo. De madrugada íbamos a tomar un café al bar que había en la Plaza de la Universidad y allí me decías que querías echarte un novio que fuera DJ y que tuviera muchos tatuajes en los brazos, unos buenos músculos y unos ojos bonitos. Yo me preguntaba qué era lo que más te interesaba en un hombre y está claro que por entonces solo te interesaba el físico, como a todos, como a mí. Yo aún no sabía qué quería, me conformaba con que alguno dejase de mirarme como la amiga tonta que te acompañaba a la discoteca para que no estuvieras solo. Me conformaba con que alguien se diera cuenta de que había perdido peso durante la última semana. 

A Samuel lo conocimos en el bar de la universidad. Me dijiste que me fijase en él y fui a saludarle. Vino conmigo y se sentó a la mesa dejando la carpeta junto a las nuestras. Junto a la tuya. Debí haberme dado cuenta. El diablo está en los detalles.

Y es que lo pasaste de pena por él. 

Por Samuel.

Claro, por él sí.

Samuel tenía los ojos verdes y muy redondos y muy profundos, como un túnel, eran unos ojos sin final, y estudiaba Derecho para hacer algo, como nosotros, para matar el tiempo, para no estar en casa; en realidad no tenía ni idea de lo que quería ser de mayor, nosotros tampoco e íbamos a la universidad para no tener que estar en otra parte. Nos quedábamos en el bar o tomábamos el sol tumbados en uno de los bancos del pórtico o íbamos a mirar tiendas de discos a la calle Tallers y fue así cómo os hicisteis amigos, Samuel y tú. Empezó a venir a Arena con nosotros cada fin de semana y cómo bailaba, era imposible dejar de mirarlo. Se cogía a mi cintura y a la tuya con la ambigüedad de una estrella del rock y cuando te miraba, tu cara cambiaba de expresión. Él te gustaba más de lo que pensabas pero eso tardaste tiempo en reconocerlo y entonces supiste que era el amor de tu vida. Te acostaste con él en verano. El calor era sofocante y estábamos tirados en el sofá de tu casa sabiendo que teníamos que ponernos a estudiar para septiembre pero seguíamos sin ganas de empezar. 

Fuisteis a tu habitación para tocar un poco la guitarra eléctrica o para fumar algo de hierba y yo me quedé en el comedor con Cristian, pero él se fue y entonces, a solas, escuché los muelles del colchón y los gemidos de Samuel que se volvían más profundos según se la ibas clavando más adentro. Me quedé en el sitio devorada por celos y cuando acabasteis Samuel salió de la habitación con el cabello húmedo. Yo seguía en el sofá, fumando cigarrillos y bebiendo cerveza. Esa noche salimos y los hombres volvieron a revolotear a vuestro alrededor como buitres y a mí me trataron otra vez como una chica graciosa sin autonomía ni autodeterminación, que estaba allí porque estabais vosotros dos. Arena había dejado de gustarme después de años escuchando la misma música y de encontrarme con las mismas caras y mi cuerpo me pedía cosas diferentes, pero no sabía cómo ni por dónde empezar a cambiar.  

Os empezasteis a besar en mitad de la pista de baile, delante de todos, a los pocos días de acostaros por primera vez. Ya no os daba ninguna vergüenza que os vieran. Yo me sentía sola y me iba a dar una vuelta y entonces me paraba algún chico, de ésos que parecen gays pero que no lo son y que estaban allí porque había chicas como yo, que a lo mejor no estaban enamoradas de su mejor amigo pero que de todas formas le acompañaban a bailar. Dejaba que me invitasen a cervezas y a cubatas y algunas veces entraba en el lavabo con ellos y me empujaban contra la pared y me la metían con fuerza y casi sin preguntar. Eran unos polvos muy rápidos y a la desesperada. Yo casi nunca me corría pero ellos se corrían siempre y luego me pasaba toda la noche con la imagen del condón flotando en el váter repitiéndose en mi cabeza. Ninguno de ellos me pidió nunca el teléfono. Volvía a la pista y ahí seguíais, cada vez más enamorados el uno del otro, con veintidós años cada uno y cada vez más felices mientras yo me sentía cada vez más sola, más intrusa, pero no os dabais cuenta porque eran los años en que todo era divertido. Tú quisiste tener un novio DJ con tatuajes pero terminaste con uno sin tatuajes que apenas se interesaba por la música.

La ironía.

Estabas tan dentro de ti, en tu mundo, que apenas levanté sospechas cuando empecé a ir con asiduidad al lavabo después de comer. Tampoco parecía importarte que siempre descolgase el teléfono llorando porque ya no pasábamos tanto tiempo juntos. Pasabas mucho más tiempo con los amigos de Samuel, que eran todos altos y atléticos como él pero que estaban vacíos por dentro y a mí casi no me tenías en cuenta. Aun así de vez en cuando te dejabas caer por casa, en plan sorpresa. Entrabas en mi cuarto y me decías qué pintalabios debía ponerme y luego también te lo ponías tú medio en broma y me decías que me echase un novio, que por qué no, que era guapa, que si no hubieras sido marica te hubieras casado conmigo. Eso es lo que decías entonces y pensaba que te estabas empezando a cansar de mí, que me había convertido en un trasto para ti y que necesitabas que te dejase volar libre. Jamás llegué a pensar que eso es lo peor que le puedes decir a alguien con la que guardas algún tipo de relación.

Los amigos de Samuel eran condescendientes y me invitaban a copas y me llevaban al cuarto oscuro. Allí los besaba y notaba que se ruborizaban, a lo mejor porque lo que hacíamos parecía estar prohibido porque era una mujer y se suponía que allí no podía estar. Me arrimaba a ellos para saber si estaban cachondos y si lo estaban, que lo estaban siempre, acababa haciéndoles una paja o una mamada o les dejaba que me follasen y poco a poco fueron pasando todos, una noche uno y una noche otro, y se lo dijeron a Samuel y él también quiso probar suerte. Me dijo que nunca había estado con una mujer, que le habían dicho que meter los dedos en un coño era como meterlos en un pastel recién horneado, ya sabes, acuérdate, American Pie se había estrenado no hacía tanto y así fue como acabé arrinconada contra la pared del pasillo de tu casa con él encima.

No tardó en suceder. La primera vez insistió en que le chupara la polla hasta el final y yo pensaba que era así como follabais entre vosotros. Tú salías con Samuel pero yo me acostaba con él y vomitaba en el lavabo después de comer y a todos os gustaba verme tan guapa, tan delgada.

Samuel me dejó Última salida para Brooklyn, un libro que había leído en el instituto y que había terminado robando de la biblioteca del barrio en el que vivía. Dijo que nosotros tres éramos como cualquiera de esos personajes y que íbamos a acabar igual que ellos. Yo le decía que era un cabrón pero seguía chupándosela varias veces por semana y se corría a veces en mi cara, otras en la boca: conmigo hacía las cosas que contigo no podía hacer o, al menos, eso es lo que creía yo, y a veces me follaba como te follaba a ti porque yo se lo pedía. Le decía «Fóllame como si fuera él» y Samuel me ponía a cuatro patas y se ponía encima de mí y volvía a sentirme cerca de ti porque estaba con el chico con el que tú también estabas. No usábamos condón. Aún no entiendo cómo no me quedé embarazada. Y si acercaba mucho mi nariz a él creía percibir el olor de tu cuerpo, de tu jabón, de tu perfume, de tu saliva, de tu sudor, y la tristeza se hacía tan grande como la sensación de plenitud que tenía cuando me corría o cuando la báscula indicaba que había perdido doscientos gramos más.

Entonces, una tarde, viniste a casa y me dijiste que habíais discutido, que habíais tenido la gorda, que pensabas que iba a dejarte. Tenías razón: finalmente te dejó. Tienes que acordarte de lo que dijiste entonces. También de eso.  

Llamé a Samuel después de que te fueras de casa y le pedí una explicación. Él me dijo que se había enamorado de mí pero que yo no podía enamorarme de él porque estaba enamorada de ti y que prefería quedarse al margen, mantenerse alejado, que tú le gustabas mucho y que estaba hecho un lío. Le dije que exageraba pero él contestó que esperaba una respuesta como la mía y colgó y ya no respondió más a mis llamadas. Un tiempo más tarde su número dejó de estar operativo. A mí el disgusto apenas me duró unas semanas pero tú estabas realmente hundido, el ruido de la ciudad te recordaba a él y el color del cielo te recordaba a él y la música que escuchabas te recordaba a él y él estaba en todas partes porque ya no estaba al otro lado del colchón en el que dormías. 

Y me ingresaron, ¿te acuerdas? Por no comer. 

Comer sí que comía pero lo vomitaba todo después y estaba débil pero estaba guapa y delgada, todo el mundo me lo decía, «¡caramba, qué delgada estás, estás guapísima!» y me alegraba porque eran chicos muy guapos y muy bien vestidos quienes me lo decían. Primero follaban contigo y luego follaban conmigo, o al revés, eso qué más da, el caso es que me hospitalizaron de todas formas, de poco sirvió aquello. 

Me entubaron. 

Fue grotesco. 

Viniste a verme la primera noche que pasé en el hospital y te echaste a llorar porque echabas de menos a Samuel y yo me eché a llorar porque no te preocupabas por mí. Me diste un beso al despedirte y me dijiste «Cariño, a lo mejor te vas a poner bien» y antes de irte me dedicaste una sonrisa esplendorosa desde la puerta. Estuve ingresada una semana más. Pensaba que volverías pero no lo hiciste. 

El médico me preguntaba cada mañana si me mordía las uñas, con qué frecuencia me lavaba las manos o los dientes, que era importante saberlo y yo no entendía por qué. Antes de salir del hospital me dijeron que tendría que apuntar lo que comiera y hacer terapia con un psiquiatra y allí vi que algunas chicas llevaban la punta de los dedos tapadas por unas tiritas de color carne porque sí se mordían las uñas, se las mordían tanto que sus dedos ya no parecían dedos. Yo no, yo no me las mordía y no llevaba los dedos tapados y algunas chicas habían dejado de comer por tristeza y otras lo habían dejado de hacer por amor, todo se resumía a eso, y cada tarde me preguntaba dónde te habías metido porque no volviste a venir a verme ni me llamaste por teléfono y supuse que a lo mejor solo necesitabas tiempo para asimilarlo. Y una tarde, después de una de las reuniones en grupo con todos esos chicos y todas esas chicas que iban dejando atrás, como yo, el aspecto de un esqueleto, una tarde, digo, al volver a casa y sin motivo aparente, me di cuenta de que hacía más de tres meses que no hablábamos. 

Estábamos en invierno, las calles y los cortes publicitarios de la televisión se llenaban de anuncios de perfumes y de juguetes y volvieron a las tiendas los jerséis de cuello de cisne y las cazadoras acolchadas, pero tú seguro que volvías cada fin de semana a las discotecas que tanto te gustaban, vestido con tus camisetas imperio y tus pantalones pitillo y tus Converse con la puntera sucia y una actitud de nada de lo que pasa me importaba demasiado. 

Un tiempo después volvieron a colgar los espejos en casa y tienes que acordarte de la universidad, de Samuel, ¿a que te acuerdas ahora? y de que cuando llegaba la época de exámenes nos pasábamos toda la noche despiertos gracias a las pastillas que le pillábamos a uno de cuarto. En casa me tenían bastante controlada, si iba a cenar fuera elegían la comida por mí y al parecer no me echabas de menos porque hacía nueve meses o más que ya no hablábamos y que invitabas a salir contigo los sábados por la noche.

Me refugié en los estudios. No estaba del todo recuperada pero cada vez me gustaba más ir a comprar ropa y a probarme perfumes y a maquillarme gratis al Sephora de la Plaza Cataluña y de vez en cuando alguien me decía, «¡caramba, ahora estás mejor, antes parecías una enferma!» y a mí me entraban ganas de decirle que antes estaba enferma pero que a nadie pareció importarle y que me sentía un poco como una muerta porque me faltabas tú, me faltaban tus llamadas, tu olor, por eso iba también a Sephora, para poner mis dedos en el difusor de D&G y acercármelos a la nariz y sentirme otra vez muy cerca de ti, como cuando nos abrazábamos bailando a Mónica Naranjo en el escenario de Arena. Y quizá hay algo que Samuel decía con razón: que uno de nosotros acabaría como los personajes de Última Salida para Brooklyn, como aquella prostituta, Tralala, que dejó escapar el amor de su vida y acabó apaleada.

Al acabar la carrera no encontré trabajo aquí y necesitaba salir de Barcelona, sus calles se me habían atragantado y necesitaba desconectar, así que me fui a trabajar un verano a un pueblo costero donde todos los chicos se parecían a ti. Yo sabía que no eras tú, pero te veía sentado en las terrazas, tomando el sol en la playa, bañándote en el mar, pescando cangrejos o pulpos en las rocas, mirando figuritas horteras en las tiendas de recuerdos…

Me acabé quedando cuatro años.

Cristian vino a verme a menudo. La última vez hacía medio año que no nos veíamos y me contó que había empezado a compartir un piso en Gràcia y que trabajaba en una juguetería, que la licenciatura no le había servido y que en todas partes buscaban a titulados universitarios para hacer trabajos de auxiliar administrativo por el sueldo mínimo. Me comentó que había salido por ahí y que había visto escrito en la puerta de un lavabo que Samuel había muerto y no supe si creérmelo. Él tampoco sabía qué hacer, así que lloramos por si acaso. Me explicó que lo había leído en un lavabo, escrito detrás de la puerta, dos semanas antes de venir, una noche con los de la universidad, y se quedó planchado, que había intentado contactarle pero que nadie sabía nada de él. 

Cuando decidí que ya estaba harta de la vida en un pueblo pequeño y turístico, volví a Barcelona y para celebrar el final de una etapa y el comienzo de otra, fuimos todos a bailar.

Fue allí cuando le vi, casi un año después de que Cristian y yo lo diéramos por muerto.

Estaba detrás de los platos de una cabina haciendo de DJ, rapado, guapísimo, bronceado, más fuerte que antes y con los brazos llenos de tatuajes. Recordé que cuando íbamos a tomar un café de madrugada tú siempre decías que querías un novio que fuera DJ y que tuviera unos buenos músculos y unos ojos bonitos y sospeché que a lo mejor el muerto podías haber sido tú y empecé a desesperarme. Le pregunté a unos chicos si sabían su nombre, para asegurarme de que era él aunque no tuviera duda alguna, pero no tenían ni idea.

Salí de la discoteca, me descalcé y eché a correr hacia el metro con los zapatos de tacón en la mano. No podía correr muy rápido porque la falda limitaba mis movimientos pero corría y corría sobre el asfalto y pensaba que iban a salirme ampollas en la planta de los pies del roce de la piel contra el asfalto; solo estaba tratando de huir de los pensamientos que me decían que habías muerto. Al mismo tiempo, trataba de tranquilizarme pensando que era absurdo porque lo habríamos sabido, tu madre nos habría llamado, ¡qué demonios! La muerte de alguien nunca se pasa por alto. O a lo mejor, sí.

Me senté en un bordillo a recobrar el aliento cuando ya no pude correr más. Encendí un cigarrillo. Cogí el teléfono y te llamé. Marqué tu número, sí, te llamé seis años después de haber perdido el contacto contigo y no sabía cómo iba a reaccionar al escucharte. Me salió una grabación que anunciaba que ese número ya no existía. Me miré los pies, sucios y magullados por la carrera. Me calcé, caminé hasta la estación y volví a casa, me metí en la cama y creo que acabé llorando. 

A la noche siguiente llamé a Cristian y le pregunté si quería salir y me dijo que sí, que claro, por supuesto. Esa misma tarde me compré un vestidazo de sesenta euros en el Zara y fui a la discoteca esperando que Samuel estuviera pinchando también esa noche. Y lo estaba, claro que sí. Crucé la pista de baile –creo que sonaba Orbital– y me quedé quieta delante de la cabina para que me viera, porque si quieres destacar en una discoteca lo más efectivo es quedarse quieto en un sitio y no moverse para nada. Y él me miró, frunciendo el ceño haciendo ver que pensaba quién era yo. Fingía, por supuesto, porque ya lo sabía. Me sonrió y vino a buscarme antes de que desalojasen la sala al cerrar y fuimos a tomar un café.

Él tenía, creo, los ojos más verdes, más redondos, más profundos y más tristes que he visto en alguien. Parecía cansado. Me dijo que me veía bien, que había cogido peso, y yo le dije que sí, que claro que lo había cogido, que antes estaba muy delgada y que casi me muero porque dejé de comer y me sentí furiosa por haber sido tan estúpida; le dije que le veía cambiado y él me dijo que sí, que ambos lo estábamos, que a lo mejor estábamos creciendo, <<no sé>>. Terminamos el café y nos miramos en silencio un largo rato, un momento interminable en el que no pasó nada. Sentí una sensación reconfortante al estar allí, con él, en aquel bar. Le expliqué lo que me había contado Cristian y dijo que fue un intento de romper con el pasado aunque no había servido de nada, que fue una chiquillada, que no entendía cómo nadie había pintado las puertas para borrarlo todo. 

Insistió en pagar la cuenta diciendo que se alegraba mucho de verme y anduvimos juntos hasta la parada de metro más cercana. Se detuvo al pie de las escaleras. No quiso bajar conmigo, dijo que prefería fumarse un cigarrillo a solas; eran las nueve de la mañana, hacía sol, yo estaba cansada y los pies me dolían. Antes de irme le pregunté si salía con alguien y me dijo que sí pero que a veces te echaba de menos, que también me echaba de menos a mí, claro, pero que a ti te echaba mucho más de menos, que aún había cosas que le recordaban a ti, como la luz del sol o el olor a café, las baldosas del suelo, las calles, ciudades enteras, las cajas de CD, los botes de perfume, las etiquetas de la ropa, el papel de celofán, los teléfonos móviles, el nombre de los planetas; decía que todo, todo le recordaba a ti y lo admitía con una resignación tan profunda que daba miedo escucharle decir esas cosas. Me preguntó si creía que todas las parejas que uno tiene después de la primera son un intento de redimirse y luego me preguntó si tuve mejor suerte que él. Bajé las escaleras sin responderle ni mirar atrás. 

No he vuelto a verle.

Siempre he dado una excusa para no volver a la discoteca y por el momento parece que ha funcionado. Es cierto que ya no salgo tanto como antes. Sé que no has podido olvidarlo porque esas cosas no se olvidan: tú, yo, el escenario de Arena y las canciones que seguramente hoy siguen siendo las mismas que antes, porque hay cosas que no cambian, como los lugares y las canciones.

Aunque estoy segura de que ya no son tan divertidas como antes.

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