Sebastián de la noche

El Instituto Cultural de Aguascalientes y Pie Rojo Ediciones editan la nueva novela del escritor Fernando Yacamán (Ciudad de México, 1985). Un desfile de homoerotismo, amor que quiere ser encontrado y personajes magnéticos procesionando frente a la hornacina de un San Sebastián aseatado por la prosa poderosa del autor. En Un Cuarto Oscuro te adelantamos un extracto.

Las luces del auto azul atravesaban la oscuridad, Gabriel se sentó sobre el cofre, abracé su espalda de toro, su bigote fue la noche que rozó mis labios, entre los vellos de su pecho se perdió su escapulario, mi boca, nuestros cuerpos fueron verano en un baldío rodeado de huizaches.

Antes, a las cinco de la tarde, me senté en las escaleras del Parián, frente al templo de San Diego. En las manos tenía mi cámara fotográfica. Gabriel me recogería en un auto azul, pasaron cuatro, uno con los vidrios polarizados paró en doble fila y sonó el claxon. Intenté verlo a través de los cristales.

Recordé la historia que había leído en un encabezado del periódico Tribuna. “El sádico, exmilitar que se volvió asesino serial de hombres gays”. Ligaba hombres para llevarlos a un hotel y asfixiarlos hasta que perdían la razón, cuando volvían en sí, los sofocaba hasta matarlos. Después metía el cadáver en una maleta que abandonaba en alguna calle de la ciudad. Quizás mi asesino me esperaba adentro del auto azul. Volvió a sonar el claxon.

El Sádico marcó con un cuchillo una estrella en la frente de una de sus víctimas.

Me levanté de las escaleras y caminé en dirección opuesta al auto. Una vez más, sonó el claxon. Me detuve. El sol se escondía detrás del Cerro del Muerto. Me dirigí al auto, abrí la puerta del copiloto, adentro había un hombre de ojos negros afantasmados por su piel morena y su bigote.

—Estaciona el auto.

En el estéreo sonaba Nortec.

—Súbete, papá.

No me gustó su tono de voz.

—Sube o cierra la puerta.

Lo obedecí y aceleró como si hubiéramos cometido un crimen.

—¿A dónde vamos?

Le tomé una fotografía a sus manos anchas y velludas en el volante.

—¿A dónde vamos, Gabriel?

Sus botas negras estaban cubiertas de lodo.

—A convertirte en santo.

Las luces del auto atravesaban la oscuridad, besé el escapulario que colgaba de su pecho, su abdomen cubierto de vello. “Acaba conmigo” le dije en la punta de su verga; la noche fue oleaje entré huizaches y ruidos de insectos.

Se estacionó frente a una tienda, dejó las llaves pegadas y bajó del auto. En el estéreo sonaba “Cerquita de Dios” de San Pascualito Rey. Desde el asiento del copiloto observé a Gabriel frente al refrigerador de las cervezas. Abrí la guantera, había recibos, condones y su licencia de conducir: Gabriel Demetrio Taboada, treinta y un años, domicilio Real de Asientos, calle Vista del Sol, número trece.

Gabriel se encontraba pagando las cervezas en la caja.

Me cambié de asiento, prendí el auto, me eché en reversa y salí del estacionamiento. Por el retrovisor vi a Gabriel corriendo con las cervezas por la avenida. Aceleré hasta que Gabriel se volvió un punto que desapareció.

Orillé el auto y me estacioné. Cambié la estación. En “Magia 101” sonaba la Passion de Gigi D´agostino. Disfruté ver la cara de angustia de Gabriel por el retrovisor, hasta que abrió la puerta del coche.

—Así que tienes treinta y un años, Gabriel.

Tomó el escapulario que colgaba de su pecho.

—¿Y por eso quieres robarme, pinche chilango?

Las luces del auto atravesaban la oscuridad. Gabriel penetró su noche en mí, los insectos fueron soles en la tiniebla, los huizaches constelaciones que agitó el viento.

Estacionó el auto sobre la carretera, al costado de un puente, antes de salir le tomé una foto cuando se reía con cerveza en mano.

—Desde niño conozco este puente y a nadie he visto cruzarlo.

La luna menguante iluminaba esa ruina.

—Quizás no lo cruzan personas, Gabriel.

Subimos, aunque al puente le faltaban escalones. Deslicé mis dedos por el barandal oxidado.

—Dime quién, Sebastián, ¿fantasmas?

—En el chat te dije que mi nombre es Mateo.

El cadáver de un pájaro estaba en el último escalón.

—Para mí eres el único San Sebastián con barba, el único con ojos de borrego y una boquita para reventar.

Di un trago a la cerveza y lo besé.

—¿Y yo qué soy?

Sus ojos negros fueron parte de la noche.

—Un toro.

Debajo de nosotros un tráiler cimbró el puente.

—¿No tengo facha de santo?

—Un santo con cara de toro. ¿Qué hay en esa dirección? – Señalé el horizonte.

Me abrazó por el hombro y quedamos frente a las luces de los autos que pasaban veloces.

—Siguiendo esa carretera se llega al municipio de Real de Asientos. Produce un chingo de baro, pero no se queda en las manos de los trabajadores. Las minas son explotadas por Slim, cuando se acaben dejarán más miseria y hombres con cáncer. En Asientos, a una cuadra del cementerio más viejo de Aguascalientes, justo donde acaba la calle Vista del sol y queda el Cerro de la Cruz; hay una casa roja de ventanales enormes.

El puente volvió a cimbrar.

—En esa casa Francisca vestía de luto, sufría una obsesión por la limpieza y por leer novelas de amores con finales imposibles; desde hace años releía “Como Agua para chocolate” y la biblia, tenía una edición en la que escribió apuntes indescifrables.

Del bolsillo de su pantalón sacó la caja de cigarros, tomó uno y lo prendió.

—En la casa roja, en la parte de atrás hay un consultorio donde Cosme, mi padre, atendía a los locos del pueblo. Una tarde lo encontré corriendo en el Cerro de la Cruz, estaba empapado en sudor, tenía el rostro desencajado y se le marcaban venitas en los ojos. Se paró frente a mí para decirme que un demonio le mordió la frente.

—¿Has visto a ese demonio?

Gabriel al fumar tronaba los labios como el sonido de un beso.

—Demonios los pinches políticos, no cualquier pendejo.

Sacó una bocanada de humo.

—¿Alguien más lo ha visto en el pueblo?

Las nubes cubrieron la luz de la luna menguante.

—Dicen que cuando te muerde no te das cuenta, entonces los sueños se fusionan con la realidad, hasta que acabas demente, pero la gente se cree cualquier cosa.

—¿Cómo murieron tus padres?

—Mi madre me habló desde su celular, para decirme que me había hecho un pay de manzana, que lo había dejado en el horno y además que no olvidara sacar la basura, “¿No van a regresar hoy?”. Se tardó en contestar. “Sí hijo, pero luego la basura se acumula y no nos damos cuenta, ¿verdad?”. Minutos después se mataron en alguna parte de esta carretera.

—Dame un cigarro. Debe ser cansado vivir con la sombra de tus padres.

Sacó la cajetilla de la bolsa de su pantalón. Tomé dos cigarros, uno lo guardé detrás de la oreja y el otro lo prendí.

—Sólo los enajenados creen en sombras y en demonios. ¿No crees, padre?

Gabriel me llevaba casi diez años y extrañamente me gustaba que me dijera padre.

—Desde niño vi como las paredes de mi casa se atiborraron de santos, mi madre los coleccionaba y no he sido capaz de tirarlos.

—¿Hay alguna imagen de San Sebastián?

La oscuridad devoró el puente.

—Todos los santos son Sebastián, igual de putos e inventados.

Tomó la carretera con dirección a Real de Asientos, ese no sería nuestro destino, giró en un camino de terracería, le pedí que bajara la velocidad. Apagué el estéreo, pedí que se detuviera y frenó. El cinturón lastimó mi pecho. Gabriel dejó los faros prendidos, bajó del coche y se echó a correr.

En el altar a San Sebastián escucho sonido de insectos.

“Unidos” de Parálisis Permanente sonaba en el estéreo cuando Gabriel se desvió por un camino de terracería. El sol caía sobre el Cerro del Muerto y nos perdimos en un horizonte de huizaches. Apagó el automóvil a la orilla de un ojo de agua, pero la música siguió.

Le pedí a Gabriel que se quitara las botas. La tierra se volvió lodo en nuestros pies, la canción se perdió en el viento y nos sentamos frente al ojo de agua. Me confesó que le gustaba su nombre porque era la promesa que no fue. Francisca, su madre, lo llamó Gabriel teniendo la certeza que engendraría a un ángel, pero cuando su hijo entró a segundo de primaria se dio cuenta que no y entonces se aficionó a coleccionar santos. El primero que colgó en la pared de su casa fue después del festival de primavera, cuando Gabriel vestido de charro se enojó porque no quería bailar con una niña que tenía una flor en la cabeza. “Yo quiero bailar con Cirilo”. Señaló a su mejor amigo que parecía una marioneta con ojos de botón. Cosme acercó los labios a su oído. “Los niños bailan con las niñas.” Su padre lo mencionó como una amenaza. “Yo bailo mejor con Cirilo”. Observó a su amigo que se acomodó el sombrero porque le quedaba grande. Francisca le pidió que no mencionara más el nombre de su amigo porque se le caería la lengua. Gabriel lo repitió y con las manos sucias tocó su lengua. Su padre lo tomó de la mano para llevarlo a la salida, su madre no dejó de mirarlos hasta que salieron de la escuela.

“Papá, ¿quién te mordió la frente?”. Cosme no respondió a la pregunta que Gabriel le hacía cuando se enojaba con él.

El sol deslumbraba la calle repleta de automóviles estacionados. Le preguntó a Cosme donde iban y le dijo si quería acabar como la Roja, el maricón que le gritaban en la calle por tener el cabello largo y la ceja depilada.

“A los jotos los chingan o los matan”.

Gabriel recordó la tarde qué pasó con Cirilo en su cuarto, en el radio sonó cualquier canción y ellos la bailaron como si fuera jarabe tapatío.

“Cirilo es mi amigo” al terminar de decirlo sintió que su lengua se deshiló.

Su padre abrió las puertas del coche y se metieron: Cosme en el asiento del conductor, Gabriel en el asiento del copiloto. “Te prohíbo que te juntes con Cirilo”. Gabriel lloró. “Él es mi amigo”. “¿Cuándo me has visto bailar con mis amigos?” Acercó su rostro. “Cirilo acabará como la Roja”. “Es mi amigo”. Cosme cubrió la boca de su hijo presionando sus dedos en las mejillas. Gabriel dejó de llorar cuando sintió las uñas encarnándose en su rostro.

El silencio revolvió sus entrañas.

“¿Cómo se llama la niña con la que te tocó bailar?”. Gabriel se quedó viendo la calle a través del parabrisas hasta que Cosme mencionó. “Ahora regresaremos a la escuela y olvidaremos lo que sucedió”. Con heridas alrededor de su boca le contestó que sí y a través del parabrisas observó la calle atiborrada de autos. Desde el asiento del copiloto vio a su padre bajarse del auto. “Hijo, si no te bajas, yo te bajo”. Gabriel con las heridas alrededor de su boca mencionó que sí, pero algo le impidió moverse. “Bájate maricón”.

Esa tarde en el festival de la escuela una niña bailó sola el jarabe tapatío, mientras Gabriel estaba en el baño de su casa, soportando el dolor de las heridas que su madre intentaba curar con alcohol.

Después del festival no fue a la escuela porque se había enfermado de una neumonía, o al menos eso reportó su padre a las maestras, pero la verdad era que las cicatrices de Gabriel no desaparecían de su rostro.

Gabriel terminó de contarme su historia cuando los dos teníamos los pies dentro del ojo de agua, el sol estaba justo encima de su cabeza y parecía su corona. Me confesó que sentía curiosidad de saber qué fue de su amigo con ojos de marioneta.

—Dame un cigarro.

Contestó que ya no tenía, se quitó el escapulario que colgaba de su pecho y me lo dio. Antes no me había fijado que tenía la imagen de un ángel.

—¿Por cuánto tiempo lo usaste?

Lo enredé en mi muñeca.

—Lo llevaba mi madre el día del accidente.

Me dio curiosidad saber por qué me lo regalaba, pero sólo acerqué mi frente a la de él y sus ojos formaron un sol negro.

—¿Qué significa tu tatuaje?

Con su dedo marcó la brújula tatuada en mi hombro.

—Lo que te imagines.

Nos acostamos sobre la tierra, Gabriel juntó su cabeza con la mía y escuchando su respiración me hundí en una duermevela.

En el altar a San Sebastián astros son lluvia de flechas.

Llegamos a Real de Asientos. Gabriel estacionó el coche frente a su casa.

—Sebastián, ¿cuándo cogemos piensas en otro hombre?

Al recargarse en el asiento la luz del atardecer enmarcó su bigote negro.

—Te ves mejor así, con el bigote tupido y el cabello desarreglado.

Le respondí y bajé del coche.

El atardecer alargó las sombras de la calle, de las nubes sobre el Cerro de la Cruz donde un demonio mordió la frente de un hombre.

—Padre, cuando estamos solos tú me perteneces.

Mencionó Gabriel al abrir la puerta de su casa, el sonido del reloj cucú resonó en las paredes repletas de santos y de fotografías; en la más grande sus padres no sonríen tomados de la mano frente a la iglesia de Belén. Francisca con un vestido blanco, una corona de flores que contrasta con su cabello negro. Cosme de traje, bigote y la mirada fija en la cámara.

—Tu padre no tiene ninguna mordida en la frente.

Me quitó la playera y me dijo al oído que no me creyera lo que me había dicho en el puente, que el demonio de su padre fue sólo locura. El viento se metió por la ventana y lo sentí en mi pecho. “Uno vive con sus demonios como puede”. Mencionó antes de quitarse la camisa. Me besó con su aliento a tabaco mientras observaba la fotografía donde Gabriel era un niño vestido de charro abrazando a una chica que tenía una flor en la cabeza.

—¿Quién es ella?

Quitó el cuadro y lo aventó en el sillón.

—¿Qué pasó ese día?

Me quité el pantalón.

—No tiene importancia cuando San Sebastián está frente a nosotros.

Gabriel se desnudó.

—Dime que pasó ese día.

Señaló una reproducción que estaba a la altura de mis ojos. El santo tenía una flecha encarnada en el pecho. Una mano y un pie atados a una asta, en la parte inferior derecha estaba escrito: “esta obra áspera que he hecho con mis manos mortales”.

—Cuando te la meto así pones los ojos.

Los párpados entre cerrados con un pedacito de cielo. Gabriel puso su mano en mi pecho y mencionó en mi oído.

—Hay hombres que nacen para ser martirizados.

Una gota de sangre escurría por el pecho de San Sebastián.

—Esos son los hombres que deseo.

Se agachó para quitarse las agujetas de sus botas.

—¿Qué hombres te gustan, Sebastián?

—Los que me miran como tú.

Con las agujetas ató mis muñecas; la noche iluminó las paredes atiborradas de santos.

Me puso contra la pared.

—¿Cuántas flechas recibió San Sebastián?

Su noche dentro de mí como una ola que no revienta. Su noche dentro de mí como flechas que se pierden en el cielo. Su noche dentro de mí hasta que cerré mis párpados.

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