Martín le dijo a Pablo que odiaba a la gente que no soportaba estar en silencio frente a otro. Estaban en esa parte de la segunda cita donde ya habían dicho todas las cosas lindas, y entonces ahora tocaba lo feo. A mí me molesta la gente que hace sonar la boca al comer, le respondió Pablo. Más que nada por decir algo y no quedarse callado.
Porque la verdad es que Pablo era conversador. Y bufón. O esa era su forma en la secundaria de evitar los golpes de sus compañeros por llevar las uñas pintadas de turquesa. Soy un payaso, por eso lo hago, decía cuando el cuello de la camisa lo asfixiaba porque algún matón de cuarta categoría estaba a centímetros de romperle la cara de un golpe.
¿Por qué te gusta odiar?, le preguntó Pablo, casi inocente, de vuelta a Martín.
Martín, un muchachito de pelo negro ensortijado y unos ojos color caramelo derretido que siempre estaban húmedos, como a punto de llorar, o de recién haber llorado un río porque además tenían un manchón bajo el párpado derecho. Le dijo que no sabía. Y se quedó en silencio de nuevo. Era su método de defensa infalible.
La cita contaba cincuenta minutos. Y de esos cincuenta, Martín, y por ende Pablo, habían estado más de la mitad en silencio. La dictadura del no hablar que imponía Martin a Pablo, que contaba 23 años, piel oscura y dientes blanquísimos, era ruda.
Yo creo que sí sabes, se lanzó Pablo, apretando el pulgar de la mano izquierda con dos dedos de su mano diestra por miedo a que Martín se levantara y lo tomara de su camisa amenazando con voltearle el rostro. Pablo no sabía porqué -aunque puede que sea por la morada mancha del ojo que lo delataba como un buscador de pleitos callejeros cual Club de La Pelea- creía que Martín era violento. Y eso lo excitaba.
Y se aventuró con una respuesta: A ti te falta amor. Que te abracen.
Entonces pasó lo que temía que iba a pasar. Con el rostro rojo de ira, Martín se paró raudo de la mesa donde comían unos tacos sin sentido, fríos, y sin tomarle por el cuello ni mediar ni medir las distancias, con la palma de la mano derecha abierta de par en par como quien saluda a mamá por la ventana cuando se va al cole, le dio de lleno en el pómulo derecho a Pablo, quien no alcanzó ni a ver y lo recibió.
Tienes que aprender a guardar el silencio. Te lo dije, le disparó Martín, frío, tranquilo, antes de tomar su abrigo y largarse sin mirar atrás.
Al día siguiente partieron una relación que duró varios días con sus noches. Pero impajaritablemente esa relación iba a terminar. Ocurrió el 23 de abril. Y aunque no hubo un golpe seco en la cara como al inicio, sí sonó como una bofetada del último adiós.
Después de eso, Pablo siguió saliendo con sus amigos. Una noche, y mientras de fondo sonaba Physical de Dua Lipa, con los brazos en alto mirando la bola disco que brillaba fuerte, gritaba la letra “We created something phenomenal/Don’t you agree? Don’t you agree?” vio aparecer, casi emergiendo de las entrañas del antro, a la Serpiente.
Dijo que se llamaba Julián, pero podría haber ocupado cualquier nombre de apariencia humana. Era un hombre-serpiente seductor, de piel brillante que cambiaba o mudaba o mutaba cada cierto tiempo. Puede que hayan sido las luces de la pista, o puede que llegando el verano su disfraz de víbora necesitaba un recambio. Un cuerpo bronceado, músculos turgentes como salido de una impresora 3D, lo hacían eróticamente exquisito, pero peligroso. Daba miedo su belleza, su arrojo y su presencia ponía a temblar cada parte del cuerpo del otro. Cada-parte. Estaba solo, al acecho, buscando su siguiente presa. Tomaba un gin con tónica, solo, sin adornos, sin limón, sin hojas verdes.
Pablo, aguerrido y despechado como él mismo, envalentonado por el alcohol, se le acercó. Se conocieron y Julián, la serpiente misma, mirándolo con ojos de águila como a punto de cazar, sacó de su boca su lengua bípeda, larga, rosada y con labios carnosos le dijo “hola, guapo”.
Y Pablo sintió cómo se derretía su angustia pasada por el “episodio Martin”. Era el 24 de abril, todavía tenía el sabor de los últimos besos de su ex. A pesar de que su última relación terminó por hablar mucho, con Julián no fue necesario recurrir al arte de la conversación para descubrir un universo plagado de placer. Algo que la piel de Pablo ya casi no reconocía.
Julián, con su lengua de dos puntas, su piel escamosa, siempre un poco húmeda y con un movimiento serpenteante, hacía y deshacía. A veces sonaba como un cascabel, otras, solo se deslizaba por las sábanas como si fuera cruzando en silencio y bajo el sol el desierto del Sahara, pero siempre, siempre, terminaba con una mordida en el cuello, en la oreja, en la nuca. Fulminante. Dejaba todo el veneno ahí, desparramado, espumoso, corredizo.
Fue en la tercera cita cuando Pablo, recordando la excitación que le había provocado el golpe seco de la segunda cita con Martín, le dijo a Julián-Serpiente que lo golpeara, que eso le hacía mojarse complejo. Y lo hizo, una, dos, tres veces, lo asfixió fuerte, mucho, sostenido, mientras decía palabras en un lenguaje ininteligible al oído. ¿Puede que le dijera te voy a matar?, ¿o solo estaba gimiendo una y otra vez? Cómo saberlo.
Cuando a Pablo casi no le quedaba aire, Julián introdujo su humanidad completa. Fuerte. Una, dos, tres, muchas veces. Con el espacio necesario en su garganta que le dejaba para que apenas pudiera respirar, Pablo le pedía que siguiera, que no se detuviera jamás. Nunca.
Esa relación tampoco funcionó.
Pero la excitación por lo violento no se le fue nunca. Pablo tampoco quiso entender por qué le excitaba tanto. Hubo un punto en que ya toda la comunidad sabía de su gusto por lo salvaje, era comentada la vez que se había ido al hospital directo desde el sauna para caballeros porque se había quedado sin aire en los pulmones, hasta el desmayo. Hasta de Grindr lo habían bloqueado por constantes denuncias de parroquianos habituales de la aplicación.
Todo se acabó cuando en un parque de noche, buscando algún muchacho desprevenido que le dejara cumplir sus fantasías, encontró a uno. Una mezcla perfecta en su cabeza: fornido, de cabeza ancha como un rinoceronte, hombros gigantes de gorila, y entre las piernas algo que parecía prometer dolor. No le preguntó el nombre, ni de dónde venía ni qué hacía ahí, pero cuando tuvo su verga afuera y obligó a Pablo a arrodillarse de un empujón por los hombros fuerte, sostenido, sin misericordia, Pablo levantó la mirada ajada con el paso de los años y solo le dijo: Pégame. Y así lo hizo el misterioso mitad hombre, mitad animal. Lo golpeó, lo golpeó, lo golpeó y lo golpeó tanto que la cara se le desfiguró, y sintió en los dientes el sabor salado de la sangre caer por sus encías.
Entonces justo antes de dejar de respirar porque el plasma rojo espejo que escurría a borbotones le tapaba la tráquea, Pablo sonrió y en su cabeza se formó la imagen que siempre le llegaba cada que se venía, y que era la que más dolor le causaba. Martín y Julián, juntos, desnudos, con él. Solo lo miraban, aunque Pablo sabía lo que pasaría. Entre ambos lo iban a golpear mientras lo follaban.
Al final, cuando Pablo cerró los ojos por última vez, lo entendió: lo que amaba era el dolor.
Si al final vivir se trata de encontrar el propósito y la felicidad, me alegro eternamente por Pablo. ¡Me encantó el texto!
¡Gracias por comentar el relato de Nico! ¡Y gracias por pasarte por Un Cuarto Oscuro!
Muchas gracias por tu comentario, Victoria!
¡Qué fuerte relato! Disfruté mucho leyéndolo 🙂
¡Gracias por tu comentario! ¡Qué bien que te haya gustado el relato de Nico Durante!
Muchas gracias Juan!
humanamente perturbador: ¿qué diferencia el dolor del placer? ni los neurólogos tienen una respuesta concreta
Un relato para reflexionar!!! Gracias por tu comentario, Valeria!
Gracias Valeria. La gracia de las mejores preguntas es que no tengan respuestas!
Me encantó! Es un texto con una tensión erótica en todo momento.
Me hizo reflexionar sobre nuestros gustos que están escondidos en nuestra intimidad, pero que en situaciones como estas salen a la luz. Quedaría excelente en un cortometraje.
Felicidades Nico Durante!
Qué bien que te haya gustado, Jacob!!! Nos sumamos a tus felicitaciones a Nico!!!
Vamos por ese guión! Gracias por comentar 🙂
El dolor físico creo que también es una forma de explorar nuestros límites emocionales. Es un vehículo, que muy bien representas en la frase «en su cabeza se formó la imagen que siempre le llegaba cada vez que se venía, y que era la que más dolor le causaba».
Ese dolor emocional que Pablo deseaba y le excitaba no generó ninguna advertencia. Sólo le pertenecía a él.
Hermoso relato
Te agradecemos muchísimo tu atenta lectura. Nos alegra saber que te gustó el relato de Nico.
¡Saludos!