Pecar es romántico y elevadamente poético,
arrepentirse, no.
Enrique Serna
Hice el pase de lista en la primera clase, sobre todo con la intención de saber los nombres de mis nuevos alumnos. Cuando llegué al último estudiante del curso, me crucé con la mirada de un joven sonriente de ojos seductores que desde detrás de sus lentes me lanzaba una expresión sugestiva y en lugar de contestar con el típico “presente” respondió con un “hola”: se trataba de un nombre bíblico con apellido común. Que llamen así a las personas me causa incomodidad, siento que la sacralidad de la palabra que les da identidad adquiere un dejo de herejía o hasta de blasfemia al ser puesta en perfiles comunes y corrientes, o que quizá les otorga un peso, una responsabilidad no pedida a quienes los portan. La concepción cristiana del pecado recae sobre ellos de una manera más hostil que sobre los demás. Me da gusto que mis padres, aunque religiosos, eligieran un nombre pagano para mí.
A pesar de haberme ido liberando poco a poco de la moral cristiana represora y tirana, creo que siempre quedará la huella imborrable de la culpa y la vergüenza inculcadas en lo profundo de mi corazón. Esas ideas me alejaron de cosas realmente malas como los vicios, pero también me privaron de la libre experimentación de la vida, el placer y el amor.
Mi estudiante del sótano de la lista estaba alejado de lo sagrado, era más bien tierra profana. Su sonrisa pícara guardaba un poderoso hechizo que no dudó en ejercer sobre mí desde ese momento.
A partir de entonces, ese muchacho con nombre de profeta, cual brujo medieval empezó a tejer una telaraña fina para hacerme caer rendido ante su juventud, su belleza y su entusiasmo. Nunca antes había sentido una atracción tan fuerte por uno de mis estudiantes universitarios, que, aunque tengan, generalmente, entre 18 y 24 años y sean mayores de edad, yo siempre miraba como niños que apenas están descubriendo los horrores y bondades de la existencia y buscando su lugar en el mundo.
Debo decir que él no era el más brillante de la clase, todo lo contrario, sus tareas eran terribles y su poco rigor académico se veía contrapunteado por su personalidad extrovertida, agraciada y llena de vida. Él es de esas personas que uno tiene que voltear a ver sí o sí, es como una canción escandalosa puesta en el estéreo de un auto rojo deportivo que va a toda velocidad por una carretera soleada junto al mar.
Al término de cada lección se quedaba a hacerme la plática, a contarme chismes de sus compañeros y relatarme sus conquistas amorosas con hombres y mujeres. Yo al principio lo tomé con filosofía y me hacía el idiota pensando en que lo único que quería era hablar conmigo.
Después me encontró en redes sociales y empezamos a entablar largas conversaciones nocturnas en línea, hasta que un día se atrevió a pedirme el número de celular. Yo se lo di, quitándole importancia, aunque sabía que ya estaba jugando con fuego: arriesgaba mi trabajo, mi reputación y mi estabilidad emocional. Sin embargo, no decidí con la cabeza, dejé que mis ganas de aventura rebasaran a la razón y me puse en peligro porque la idea era emocionante.
Yo, el intelectual que nunca se daba permiso, el que atravesaba las paredes con su liviandad, el que vivía en el mundo de las ideas, ese, el escritor, el catedrático, el intachable e inmaculado, emulaba ahora al simio de Kafka que da el Informe para una academia y que nos recuerda que detrás de todos los títulos aguarda siempre el instinto animal y salvaje del que venimos. Me convertí en él a la inversa.
En el salón de clases sus risas y sus comentarios cautivadores ejercían en mí ternura y a la vez deseo. En los mensajes de las largas conversaciones salpicadas de miles de faltas de ortografía por su parte, encontraba una diversión amena y en mi mente, la adrenalina de saberme haciendo algo terrible me generaba una culpa que nunca había disfrutado y sufrido tanto al mismo tiempo. Eso era este alumno, una de las plagas de Egipto, cuyo nombre sagrado traería a mi reino desgracia y dolor, o, al menos, eso pensaba yo.
En mi defensa, he de decir que no le acepté nunca una salida fuera de la escuela y que simplemente jugueteaba con él un poco y me encantaba el coqueteo digital, llenando de corazones sus perfiles y recibiendo lo mismo de vuelta. Me convertí en el adolescente inmaduro que nunca fui ni cuando me tocaba.
Claro que este tipo de cosas se notan e incluso una de sus compañeras me advirtió que no me dejara seducir por su encanto, pues era un desgraciado. Me hice el tonto nuevamente y le dije que no sabía a qué se refería. Ella con algo de recelo concluyó con un: “bueno, yo nada más le digo, profe.”
Y es que, a pesar de tener diez años de experiencia docente, aún me podía considerar un profesor bastante joven que empezó inmediatamente a ejercer el magisterio después de la universidad. Eso, sin duda, era atractivo en sí mismo y, la verdad, nunca desprecié esa parte de mí, por el contrario, me permitía ejercer de mejor manera mi autoridad en el aula.
En este ir y venir de juegos e indirectas, pasaron las semanas y el semestre llegaría pronto a su fin, claro estaba, que a pesar de nuestra “amistad” si le puedo llamar así a eso que tuvimos él y yo, mi pequeño Maquiavelo se encontraba en grave peligro de reprobar, pues como dije, no era ni de cerca un estudiante muy listo. Le advertí que si no mejoraba, no me quedaría más remedio que darle una calificación insuficiente para aprobar.
Él, con toda la malicia que a sus 20 años era capaz de reunir, me dijo: “No te preocupes demás, yo sé cómo pasar tu materia, tengo un plan.”
Sus palabras me dejaron helado. Tanto que, sin traicionar el rigor académico de la gran universidad en la que trabajaba, dejé una tarea extra para todos aquellos que quisieran presentarla y así poder incrementar su promedio. Por supuesto, ni tardo ni perezoso, él realizó la actividad y con esas décimas logró acreditar con la nota mínima mi curso.
El día de entrega de las calificaciones, en donde fui pasando uno a uno a los 25 integrantes de la clase, tuve la mala o buena fortuna de quedarme con él para finalizar, pues, como he dicho, era el último de la lista y solamente quedábamos nosotros en el salón.
Le di su calificación apenas aprobatoria y sonrió seductoramente: “Ves, te dije que tenía un plan para pasar”. Argumenté que había pasado con el trabajo extra que estipulé para todos por igual. Él, levantó los hombros y con gesto irónico balbuceó: “Bueno, si tú lo dices”.
Me reí con muchos nervios y fijé la mirada en sus ojos y después en sus labios. Le puse una mano en el hombro y me acerqué más de lo debido. Él, sin mucho pensarlo, se me fue encima en un beso apasionado. Fueron los 15 o 20 segundos más intensos de mi existencia. Se me olvidó la academia, los títulos, los honores, los diplomas, hasta Dios y me entregué a ese beso plenamente.
Cuando nos separamos, soltó una risita traviesa: “Pensé que no lograría besarte nunca, gracias, y no hace falta que digas algo, nadie sabrá esto.” Me dio otro beso, ahora solamente de “piquito” y se fue.
Yo me quedé temblando en el salón quién sabe cuánto tiempo. Hasta que una de las limpiadoras se asomó por la ventana y preguntó: “¿Está bien, profesor?” yo salí del trance en ese momento y tomé mis cosas. Subí al auto. Pensé en mi pecado durante el camino a casa, sentí que lo perdería todo por mi atrevimiento fatal, pero no fue así, como con muchas otras faltas cometidas.
Nada pasó, nadie se enteró y a mi alumno con nombre sagrado, mirada pícara, sonrisa seductora y besos prohibidos, jamás lo volví a ver.
Me atrapó desde el principio, me sacó varias sonrisas y de fondo me hace reflexionar en esas culpas y vergüenzas inculcadas por algunas creencias religiosas que men invita a reflexionar, felicidades !!
¡Nos alegra leer que te gustó!