Cuando cuento que junto a mi casa hay una pradera llena de ponis no hay mucha gente que me crea. Llego de trabajar por la noche y le digo a mi chico: ahora vengo, cari, que me bajo a ver los ponis. Y él frunce un poco el ceño pero me lo permite porque sabe que estoy en la edad.
Son unos cinco o seis, de varios colores, desperdigados por un campo de hierbajos. A veces me parece un paisaje imaginario como Texas o el país de los Teletubbies. Los que están sueltos pastan felices pero hay un par que están atados a un poste de luz y se pasan el tiempo rumiando su rencor con los ojos inyectados en sangre. Una vez se me ocurrió un cuento sobre ponis que devoran niños pequeños pero mi chico me dice que es demasiado violento y se emperra en que siga con los textos decadentes, que es lo que a él le pone.
Por donde pastan los ponis hay también restos de algunas atracciones de feria rotas y oxidadas. Son de los gitanos que llevaban el espectáculo de los caballitos pero que ahora lo único que hacen es beber vino blanco de cartón alrededor de una hoguera.
Mi chico es muy celoso y cree que ando detrás de uno de esos muchachos, con ese color de piel tan moreno y los brazos tan venosos. El pobre no sabe que yo, cada noche, nos imagino a los dos robando un poni, galopando veloces mientras nos persigue una turba de gitanos enfurecidos. El poni se llama Ventisca y conseguimos escapar hacia otros barrios. El caballo vive feliz con nosotros y yo dejo este trabajo de mierda.