Antes de esto no existía. Yo era un reino. Un conglomerado de colonias verdes y fangosas, algunas libres, otras reconquistadas, pero todas divididas cada una con sus propios asuntos. Eso era yo antes: un siglo de excepciones. Los hombres que llegaron violaron a los hombres que ya había; los castigaron. Después, a pura verga y cuchillo, me siguieron dominando. Yo era solo esclavos y guerrilleros, una especie de amor desmesurado. Luego les prohibieron a los hombres que amaban a otros hombres que siguieran enamorándose.
Los herederos del castigo tuvieron que confundirse. Se fundían en secreto. Me volví un montón de disimulos. Llegaron dandis, poetas y marineros. ¿Qué le ven las mujeres a ese afeminado? decían los murmullos. Hubo trenes, fábricas, y un par de revoluciones que no eran para todos. Nacieron los infiernos y trajeron sus jinetes: Violencia, tan guapa y bien vestida; Marginación, piel de ónix y brazos fuertes; Cárcel, gordo pero sin comida; y Corrupción, el más hermoso listo para vender.
Para los herederos del castigo, la noche se volvió su aliada. Yo era una sinrazón de dictaduras sureñas, siempre escalando al norte. Los ya líderes coronaron a los ya soberanos y el castigo se militarizó, se volvió ley. A ver si con esto aguantan. Los que no estaban de acuerdo tuvieron que resistir, o esconderse, pero solo en espíritu, porque entre calabozos y palizas yo seguí creciendo, a la fuerza. La mitad de mis bugas no eran más que alarde puro.
Aquellos que comían tierra, los que besaban al agua y los que copulaban en la penumbra junto a los caballos, dieron a luz marabuntas de falos inconmensurables. Mariposas velludas que escaparon a los cuentos para no ser aplastadas. Un par de pícaros se llevaron esos relatos a los colegios militares, los monasterios, los internados; y los sembraron. Entre regaderas, mierda, dientes rotos y más golpes, los pícaros herederos se hicieron cultos. Siempre lo fueron, solo que hasta este punto no lo había notado.
Me invadió el cine y la extranjería. No eran familia pero sí hermanas. Se daban besos de boca y también de nalgas. Acordate de lo que dije, siguieron diciendo los jinetes, no hagas descripciones eróticas, sabes que no conviene. Con las flores blancas y las abejas vinieron los tanques, las drogas y la música que detenía balas. Los herederos eran vampiros que por fin salieron al día. Ahora su amor tenía nombre. Ahora sus agujeros en cada puerta se hicieron paraíso. Algunos hombres con demasiada moral tuvieron problemas contra demasiados rumores y sus ecos. De todo lo demás que ya he dicho y no he concluido, pues, siguió ocurriendo en embudo: a gotas de pura mezcla. El castigo se quedó atrás, pero seguía viniéndose. Algunos jinetes malos desertaron en el camino, pero otros fueron más fuertes que nunca.
El reflector del amor no penalizado, irónicamente, condenó a mis herederos a cosas que solo un vistazo al futuro podía advertirles. ¿A mí? nada, los explotadores. Alguna vez también me asusté entre tanta luz; pensaba que todos los chichifos, todos esos que taloneaban, eran criminales, por lo menos en potencia. Muchas sufrían, otros reían, y otros chillando junto a otros que tratando de consolarlos se las metían. El mundo se volvió fantástico para ellos, pero más culero conmigo. Así que me volví culero con todos. Bueno, siempre lo fui, pero esta vez hice que se notara más.
Si dios hizo caer una lluvia de gasolina, donde hasta las palabras se incendiaron, tanto destape, tanta rebelión, tanta mala casualidad me trajo a un fantasma sin origen, pero con mucha hipótesis. El castigo volvió a confirmarse, presentó a su jinete justiciero. Era terror y solo terror para los herederos. La lluvia de meteoritos que devastó aquella ciudad bíblica se quedó tonta. Este mal tenía color, dicen que lila, tenía olor, dicen que a pura sangre, tenía mil nombres, es una gripe, y lo mejor: era un jinete sin talón de Aquiles. Nada lo detenía. Dicen que hay que beber tu propia orina para curarte.
La desgracia de enamorarse, otra vez, cayó para los hombres que amaban a los hombres. El amor es una perra salvaje. Mucho azote, mucho humor, pero los herederos nunca se dejaron estropear por el demacre, entre más amarillentos más colorete, entre más ojerosos más tornasol, entre más entierros, más escandalosos los funerales. Para cuando yo llegué a cumplir más del siglo, era visto como un sitio de maldad fecunda para los subversivos.
Siempre les negué ser románticos, pero ellos hicieron que cada minuto de su maldición valiera la pena. Hubo mártires, ídolos, muchos cayeron. Nadie quería ser estandarte de una causa contradictoria, si tengo que morir para ser héroe, prefiero vivir cobarde. Los aburguesados continuaron preguntándose el porqué de su condición, el resto nomás le arrebató un poco de gozo a esos perros días. Volvieron a fornicar miles. Un jinete extranjero no iba arrancarle lo poco que habían logrado. Ninguno se dejó. Su batalla duró años, lustros, décadas, siguen.
¿Cómo va a ser marica un hombre que se ha acostado con más de mil muchachos? decían las calles, tugurios y parques, lo que soy yo es un berraco, contestaba algún heredero.
Luego, del centro del pecho les salió a todos un gorgojeo, una pena percudida, antigua, fresca, más que una pancarta y un megáfono, más que un labial y una playera de colores, eso nuevo que tenían… Su voz, a un clic de distancia, dejaron de tener miedo.
No he muerto, envejezco. Puedo ser un calvario. Aquí me quedé, voy, sigo, y con ellos no he terminado.