Hace unos meses hice una pequeña convocatoria en redes sociales para clasificar una serie de libros gay que, de entre todos sus atributos y características, me llamaban la atención por la presencia notable de una relación intergeneracional.
Lo que buscaba era un nombre. Un término que fuera claro al describir la relación protagonizada por un hombre joven y uno mayor. Propuestas hubo: desde los que insistían en que se trataba de una versión masculina de las nínfulas, lolitas, ahora lolitos, hasta los que abogaban por el eros paidikós; o sea, la pederastia en la antigua Grecia, que no siendo pedofilia, era el tipo de pedagogía masculina forjada por el vínculo entre un efebo y un aristócrata. Uno de los conceptos que más me gustó fue “amor imberbe”, pero, de la misma forma que los anteriores, refería a la minoría de edad: los imberbes no tienen vello facial, porque aún no lo producen.
Me interesaban los personajes que en sus veinte se involucraban con uno arriba de los cuarenta. Era difícil precisar la etiqueta, pues ese tipo de relaciones, según los cibernautas, no tenía nombre. Cada vez era más común hallarlas, aunque a mí me parece que son el tipo de relación más vieja. Lo verdaderamente novedoso, y hasta disruptivo, es encontrar relaciones donde ambos tengan la misma edad.
Después de charlar con un colega escritor para adolescentes, me di cuenta de lo común que era escuchar en el historial sexual y afectuoso de los hombres gays, a un gran porcentaje narrar que sus primeras experiencias fueron con personas mayores de edad. Los primeros besos, los acostones, los primeros grandes amores apasionados de la adolescencia, habían sucedido con varones ajenos a la generación. Algo de lo más “normal”.
Para la literatura gay, el gran epítome del tema es «La muerte en Venecia» (1912), de Thomas Mann. El juego de ajedrez entre las miradas de Gustav von Aschenbach y Tadzio, más que una historia de amor era un relato de la obsesión por la juventud y la belleza; las dos máximas de Dorian Gray, el personaje emblemático del más popular de los escritores homosexuales, Oscar Wilde.
El punto de mi investigación virtual era hallar un concepto que involucrara las relaciones consensuadas. A pesar de que el objeto del deseo seguía siendo el varón más joven, se trataba de una atracción legal. Uno de los usuarios me regaló el término ganador: colagenofilia. Palabra que no aparece en el diccionario, pero cuyo significado puede suponerse por los vocablos que la forman. La atracción por esa proteína que otorga elasticidad y firmeza en la piel.
Los novios colágeno representan una inyección de adrenalina, frescura, sangre para vampiros, azúcar para las moscas. George Bataille teorizaba que las mujeres, especialmente las mujeres púberes, son más proclives a ser erotizadas que el hombre, que por su fisonomía y movimientos toscos y torpes, casi siempre asociado a los animales, luce como un depredador. En cambio, sostiene Bataille, la belleza femenina tiene un valor erótico culturalmente construido que puede ser mancillado; mientras que la fealdad de los hombres, por su animalidad, no puede transgredirse. Caperucita coqueteando con el lobo en la cama. Zeus en forma de águila raptando al muchacho Ganímedes. Ejemplos de belleza joven, corrompida y llevada a la tragedia, sobran en todas las literaturas.
La literatura colagenófila entre varones podría caracterizarse por el componente homoerótico que cruza al protagonista de una generación con su interés sentimental en otra. El joven acechado por el mayor o el mayor seducido por el joven. Y esa caza no queda solo en el anhelo ni en el deseo contenido; muchas veces logra consumarse. El coito no deja de maravillar, a través de las descripciones o diálogos, con el descubrimiento de la piel que aun con todos sus matices, mantiene a las moléculas de colágeno como tesoro.
La juventud es un puerto por conquistar. A veces el personaje mayor no busca rejuvenecer, no siempre es un cazador, pero el “gusto” lleva implícito un río secreto de traumas y deseos buscados. El personaje es consciente que de todos los prospectos ha decidido enloquecer, involuntariamente, por el varón que ronda entre los 19 y los 29 años; una década de posibilidades que atraviesan los meseros, prostitutos, estudiantes, herederos, promesas del arte, bandidos, revolucionarios, amantes efímeros y genios góticos.
En la literatura gay hispana, el escritor colombiano Fernando Vallejo hace que el protagonista de «La virgen de los sicarios» (1994) quede prendado del adolescente que parece ángel pero desempeña los encargos del diablo. En «En busca de Aladino» (1993), del peruano Oswaldo Reynoso, un hombre maduro emprende un viaje al oriente impulsado por la fascinación de un joven chino. En «Fruta verde» (2006), del mexicano Enrique Serna, el protagonista es cortejado por un exitoso productor teatral de más edad; en «Sudor» (2016), del chileno Alberto Fuguet, el editor cuarentón sucumbe a los encantos del mezquino hijo del Premio Nobel. En «Después de todo» (1969), de José Ceballos Maldonado, un profesor universitario tiene problemas por enredarse con sus estudiantes. En «Los novios búlgaros» (1993) y en «Otra vida para vivirla contigo» (2013), del español Eduardo Mendicutti, hombres bien posicionados se juegan la vida por enamorarse de jóvenes vitales y misteriosos. En «El uranista» (2014), de Luis Panini, El Viejo descubre que su devoción por los hombres jóvenes y hermosos puede llevarlo al aislamiento. En «Tengo miedo torero» (2001), del chileno Pedro Lemebel, la Loca del Frente, un travesti de mediana edad, cae rendida ante el joven rebelde que la usa como escondite. En «La más fuerte pasión» (1995), de Luis Zapata, un cuarentón queda enamorado de un mozo que busca locura y protección; y en el clásico cuento mexicano de Jorge López Páez, también hecho película, «Doña Herlinda y su hijo» (1980), Rodolfo es un doctor de más de treinta años que mantiene un amorío oculto con Ramón, un estudiante de veintiuno.
«Algo que demuestra la literatura colagenófila gay es que en ese cruce erótico y sentimental, la belleza desata ternura, el choque de mundos colisiona en un universo de emociones mucho más fuerte».
Los ejemplos podrían seguir. Tan solo hay que recordar que en «El beso de la mujer araña» (1976), del argentino Manuel Puig, Molina tenía 37 y Valentín 26 años. Y, claro, no olvidemos que en el exitoso best seller de André Aciman, «Llámame por tu nombre» (2007) aunque se trataba de un romance juvenil, Elio tenía 17 y Oliver 24. Las diferencias a veces son menos marcadas, pues una generación no se constituye solamente por la edad, sino por el cumulo de experiencias, personalidades y contextos habitados. Pero las primaveras cumplidas en las parejas de los personajes son el tópico no reflexionado de la narrativa homosexual. Rara vez la historia sucede a la inversa. Por ejemplo, en «La muerte de Tadzio» (2000), del escritor español Luisgé Martín, el adolescente en la historia de Thomas Mann, ahora regresa a pagar las cuentas de la senectud.
Algo que demuestra la literatura colagenófila gay es que en ese cruce erótico y sentimental, la belleza desata ternura, el choque de mundos colisiona en un universo de emociones mucho más fuerte. A cambio del beso de la juventud, el mayor te enseña a formular preguntas, a crecer, a follar. A cambio de un abrazo protector de experiencia, el menor te enseña a querer otra vez. Te invita a soñar. Y en los sueños las generaciones más jóvenes siempre parecen prometer un mundo mejor. El mayor toma un poco de ese nuevo mundo. Lo demanda. Se llena de él. Pero en ocasiones, el lobo que muerde al cordero descubre que bajo la tersura de esa piel manceba hay un león escondido.