“Dame toda tu leche” ordené a Centauro. Agarró mi cadera y me cogió fuerte.
En la pared colgaba un cuadro de cómo pudo ser el mundo en otra época; cuatro elefantes sostenían a una tortuga gigante y la tortuga al mundo. El mundo como centro del universo.
“Eso, aprieta”. Susurró en mi oído, cerré las piernas con mi fuerza concentrada en el culo. Al lado del cuadro de la tortuga había un mapa de México.
Por instantes sacaba su verga para meterla en un movimiento.
Sobre el buró la fotografía de Tania (su esposa), cargando a Mateo (su hijo). Yo no conservaba fotos de mi infancia.
Centauro me acostó boca arriba y puso mis pies sobre sus hombros. Me prendía su verga de golpe en mis entrañas, sus ojos en las sombras de la noche, su aliento a tabaco, su sudor, meter mis dedos entre su barba canosa y su cabello negro, deslizar mis manos en las líneas marcadas en su rostro por sus cincuenta y dos años.
Antes de venirse se le marcaban las venas del cuello y ponía ojos de muerto. Al sentir su esperma, me venía; el primer orgasmo era el inicio de la noche.
En la pared, un cuadro del mundo en el que nuestros ancestros pensaron que vivíamos; un universo fantástico me hacía creer que nuestra percepción de la realidad era falsa.
Centauro vivía en un departamento sobre el andador Motolinía. Los viernes, después de impartir clases en la preparatoria seis, comía en la fonda “La Perla del Sur” ubicada a unas cuadras de su hogar. Ahí esperaba su mensaje “Casita”, eso quería decir que Tania ya se había largado con Mateo a Cuernavaca; todos los fines de semana iban de visita con sus familiares. Entonces, yo llegaba a su departamento, cerrábamos la puerta y no la abríamos hasta el domingo.
Pocas veces hicimos otra cosa que no fuera coger, conversar y discutir; en ese orden. Los domingos me iba temprano para no encontrarme con Tania. Centauro tenía tiempo de lavar las sábanas.
Centauro laboraba como catedrático de geografía en la UNAM. Yo recién cumplí veinticuatro años cuando me gradué de letras hispánicas y además trabajaba como profesor de literatura en la preparatoria. Lo conocí el día que impartió la conferencia “El estudio de la percepción humana a través de mapas históricos”. En el auditorio, la directora lo presentó como el doctor Mateo Gutiérrez. Entró al escenario vestido con un pantalón negro que se adhería a sus piernas fornidas, su camisa transparentaba un abdomen delgado y un pecho fuerte; su cabello negro hacía contraste con su barba completamente canosa. En sus ojos grises y en su mirada adiviné lo cachondo que podía ser. Lo vi y me pareció un Centauro. “Los mapas de la antigüedad son documentos históricos, donde hombres de la ciencia y artistas lograban obras de arte que ayudaron a entender el sentido de nuestra existencia. Éstas pertenecían a los más poderosos. El día de hoy cualquiera puede encontrarlos en google”. En la pantalla se proyectó un mapa donde cuatro elefantes sostenían a una tortuga gigante y la tortuga a la tierra. La exposición no despertaba la atención de los alumnos, ni de los maestros.
Al termino de la conferencia me acerqué a Centauro para pedirle su presentación, porque “me interesaba imprimir la imagen de los elefantes, la tortuga y el mundo”.
—No comparto mi material. Además, ¿escuchaste que puedes encontrarlos en google?
El contraste de su cabello negro y su barba blanca me pareció la unión de un río y el mar.
—Eres un centauro.
—¿Perdón?
Sonrió; descubrí sus dientes grandes, chuecos.
—Mitad caballo, mitad hombre.
—¿Eres maestro o un chiflado?
Al acercarme percibí olor a tabaco.
—Las dos cosas.
—¿Qué estudiaste?, niño.
Me gustó que me dijera así.
—Pásame la imagen de la tortuga.
De la bolsa de mi pantalón saqué mi usb y no la aceptó.
—Los cuerpos también son mapas —mencionó en voz baja.
—¿Cómo?
—Las cicatrices, las venas, los lunares, las arrugas, ¿entiendes de lo que hablo?
Propuso vernos el viernes en su departamento para mostrarme unos libros con mapas fantásticos. Así sucedió, aunque lo fantástico ocurrió en su cama.
En “la libreta roja” escribía los nombres o los apodos de los güeyes con los que me había acostado. Centauro era el número cincuenta y dos y coincidía con la edad que él tenía. Cuando se lo confesé a Natalia, mi mejor amiga, “la psicóloga más chingona de Coyoacán que ama la música rockabilly”, me contestó que yo era una puta. Le respondí que en una página de internet leí que en promedio los homosexuales tienen noventa y seis relaciones sexuales en un año. Pensé que era falso, una nota que generaba más estereotipos. Si tuvieran relaciones con dos chicos diferentes los fines de semana, la cuenta encajaría, eso sin contar posibles tríos u orgías. Ella me contestó “Sea lo que sea eres una bitch”. “Lo acepto, pero ya te he dicho que no me hables en femenino”. “Equis, bitch, pobre, tienes complejo de amor socrático”. “¿No será platónico?”. Yo creo que inventaba términos para hacerse la interesante y decirlos con una copa en la mano.
De esos cincuenta y dos con algunos la relación duraba semanas, con la mayoría sólo una noche. En la libreta, después de sus nombres dibujaba el tamaño de su verga y estrellas dependiendo la calidad de su cogida, también apuntaba su edad y número de contacto. Natalia decía que mi libreta era reflejo de mi inmadurez, que me gustaban los abuelos porque más de la mitad de la lista se trataba de hombres maduros y tenían más estrellas. Menos Rafael, un sesentón (cero estrellas), que encima de mí, a punto de cogerme, se soltó a llorar. Por más que intenté relajarlo, no lo conseguí.
Me acostaba con viejos porque la mayoría cogían con ganas. No me importaba que algunos apagaran la luz para desnudarse, otros no se quitaban la playera, los calcetines. Alguno me llegó a decir: “ahora que me descubras espero no decepcionarte”.
El más viejo en mi libreta fue Sabino (Cinco estrellas). Su nombre hacía honor a sus setenta y dos años. Lo conocí cruzando una calle en Puerto Vallarta. Fuimos a su hotel, ya en su habitación nos desnudamos uno frente al otro. Contemplé su piel flácida, las manchas rojas en sus manos, el lunar con pelos en su espalda. Se desnudó sin complejos, con sus ojos fijos en los míos se acostó encima de mí, y mirándome sentenció: “¿De dónde saliste? Me gustas muchísimo”, al cogerme recordé un cuento de Hans Christian Andersen que nos leyó una maestra en primaria. Se trataba de un hombre que se daba cuenta cómo el tiempo acababa con el cuerpo de su padre pero no con sus ojos. Sabino tenía ojos oscuros y destructores.
A la mañana siguiente no se encontraba en la habitación, sentí coraje al no haberle pedido su contacto, por la ventana contemplé el mar.
Centauro (Cinco estrellas). Le perdoné la vez que me dio un golpe en el rostro al preguntarle por su esposa e hijo. Le perdoné la noche que después de coger se malviajó y dijo que yo era su peor error, pero no le perdoné la mañana de un domingo cuando me despertó moviendo mi cuerpo. “Se te hizo tarde, vete”.
—Estoy hasta la madre de tener que largarme.
—Así son las cosas y si no te gusta, no regreses.
Me levanté, abrí una cerveza y me la tomé como si fuera agua. Me vestí, agarré mi mochila y me detuve en la puerta.
—Centauro…
Acostumbraba fumar recargado en la ventana, prendió un cigarro y movió la mano haciendo seña para que me largara.
—Lo nuestro terminó.
Mencioné antes de azotar la puerta del departamento 301. Caminé el pasillo decorado con flores. Observé el tragaluz que alumbraba la planta baja. Pedí el ascensor. Las puertas se abrieron y entré deseando que en la carretera a Tania se la llevaran los extraterrestres. Al salir del edificio, en el andador Motolinía los comerciantes abrían sus locales: una lonchería, un restaurante japonés, un bar. Envié un mensaje a Centauro. “No estoy jugando, no volverás a verme”. Él contestó con una mano en forma de “like”. De camino al metro sonó mi celular; sentí rabia al ver que se trataba de un número desconocido, pensé que sería una compañía telefónica para ofrecerme beneficios adicionales y no contesté.
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