Jorge

El escritor Emilio Antonio Calderón (México, 1997) nos comparte "Jorge", un relato donde la aparente enemistad entre el protagonista y el novio de su hermana lleva a la tensión y los desacuerdos en la familia, a la par que somos testigos de un retorcido misterio.

Que no se atrevan a hablar del tema, es lo mínimo que espero. De todos modos, yo fui el primero en decirles que ese tipo no valía la pena; que nunca tuvo que entrar a la familia.

A cualquier cosa que digan o busquen reprocharme, nadie puede decir que no se lo advertí; que no dije desde el primer momento que Jorge traería desgracia a la vida de mi hermana.

No sé qué pueda pasar, pero espero que acabe pronto. Tan pronto como comenzó: 

A decir verdad, Cecilia nunca se ha distinguido por ser muy lista.  Es, en realidad, demasiado “ingenua” -por no decir más- para funcionar en un mundo como este.  De cualquier forma, siempre ha salido bien librada. Es una buena persona. Supongo que es por lo que, al final, siempre le va bien. 

Pero, entre toda su existencia errática y despistada, si hay un aspecto en el que siempre ha sido caótica, son sus relaciones afectivas. 

Con cada nuevo novio que trae a la casa, los cuales ya no puedo contar con los dedos, parece ir reafirmando que carece de autoestima y que tiene un pésimo autoconcepto. Cada uno ha sido un grito más escandaloso de “no merezco algo bueno”. 

Así llegó Jorge a la casa. Cecilia acababa de terminar con Paco, un tipo violento que la manipulaba y la hacía como quería; estaba destrozada. Por tres días, no salió de su habitación ni para comer, y ni ganas me daban de decirle “te lo dije muchas veces”: el tipo la engañó con una niña de la que ella ya ‘sospechaba’, pero no quiso verlo.

¿Cómo no?, si hasta se la restregaba en la cara. Era un cínico, y cuando ella lo confrontaba, él se hacía el digno y amenazaba con terminar la relación. Ella, como siempre, cedía. Un día, sus ojos no pudieron ceder a lo que vieron y cuando Paco notó que ella lo estaba viendo, defendió a la otra y la terminó en ese momento. Pobre Ceci, tan ingenua…

Y ni así le guardó la semana completa de duelo. Apenas unos días después de verla sumida en la depresión post Paco, trajo a Jorge a la casa. 

Estaba como si nada. Yo volvía de la facultad, cansado, queriendo sentarme frente al sillón un momento, quitarme los zapatos, y poner la televisión de fondo para desestresarme un rato, cuando me encontré a ese tipo, echado, casi recostado en nuestro sillón, y cuando notó mi presencia, sólo volteó y me sonrió como si fuera yo el invitado. Cecilia salió de la cocina con un plato lleno de frituras, y como si Paco jamás hubiera existido, sólo dijo “Jorge, él es Juan, mi hermano”. “Qué onda, man”, contestó.

No lo trago. Es tan confianzudo y flojo. Y siempre en la casa. Y, como, debo admitirlo, está guapo y es carismático, y se alegraron de ver feliz a Cecilia, mis padres lo recibieron encantados. Cuando mi hermana lo llevó por primera vez a una reunión familiar, todos lo adoraron. A todos los conquistó casi al instante. Yo no lo aguantaba. 

Pero más allá de su carisma hechizo o la forma en que se metió a la casa como un paracaidista, si algo de él realmente me incomodaba era la cantidad de actitudes suyas que me recordaban a mí mismo en mi última relación.

Tengo que admitirlo: para Ulises fui tan bueno como casi cualquier exnovio de mi hermana lo fue para ella. No me justifico, pero siento que algo en mí pasó que simplemente aprendí a vivir mintiéndole y chantajeándolo sin sentir remordimiento por ello. Lo dejamos por la paz, y porque no quería hacerle más daño, pero reconozco que fui un cabrón con él.

Y así sentía que estaba siendo el tal Jorge con Cecilia: no tenía pruebas, pero lo percibía. Puedo decir que mi corazón palpitaba con la certeza de que él le estaba siendo infiel; de que él siempre le estaba escondiendo cosas.

Cuando veía las discusiones que Cecilia tenía con él, por teléfono o en casa; cuando veía las posturas que él tomaba, o el modo en que se portaba a la defensiva cuando ella le cuestionaba algo; cuando veía cuán inseguro se ponía cuando ella miraba su celular, yo sabía que él no era de fiar.

Y se lo dije mil veces. Se lo dije tantas veces, y tantas fueron las que ella no quiso escucharme, que empecé a asumir que probablemente estaba equivocado, que quizá miraba a Jorge con prejuicio por el historial tortuoso y desastroso que se cargaba Cecilia. Incluso yo empecé a confiar en él en un punto y bajé la guardia un poco; fui dejando mis actitudes hostiles y él me trataba muy bien. Casi olvidé que desde el principio percibí qué clase de persona es, que mi instinto no fallaba… hasta este viaje.

Mis padres lo estuvieron planeando más de tres meses atrás, como algo de sólo nosotros cuatro, íntimo; y cuando al último momento a Cecilia se le ocurrió invitar a su novio, nadie dijo nada. Estuvo bien para todos. Decidí quedarme callado para no ser el típico amargado que se queja por todo. De todos modos, apenas se subió a la camioneta y emprendimos el viaje, lo vi en todo su esplendor.

Alquilamos una casa en la playa. Por mucho que estimen a Jorge, a mis padres no se les quita lo conservadores; no permitieron que Cecilia y él durmieran en la misma habitación. Pues que se joda Juan: me tocó compartir cuarto con él; nos mandaron a la habitación más pequeña de la casa, que tenía una litera con dos camas individuales.  Para colmo, me tocó la de arriba. Ni siquiera tuve oportunidad de escoger. Apenas entró al cuarto, él puso su maleta sobre la cama de abajo, como marcando su territorio. No pude hacer nada más que fruncir el ceño. Estaba mentalizado a pasarla bien y deshacerme del estrés de la ciudad y los dolores del corazón.

Ángel, un tipo con el que estuve saliendo por tres meses, me rompió el corazón. Teníamos muy buena química. Me caía muy bien y la pasaba muy bien con él. De pronto, un día me dijo que necesitaba su tiempo y se alejó; apenas unos días antes del viaje, vi en Facebook que ya estaba saliendo con alguien. Me ardió. Un poco en el corazón y otro mucho en el ego. Tenía mis propios problemas, y no quería hacerme más. No iba a empezar una batalla por algo sin sentido. Quería estar bien. 

De todas formas, hacía más de un año desde que estuve soportando a Jorge en mi día a día… y me mantuve con esa mentalidad tanto como me fue posible, tanto como me aguantó la paciencia. Muy pronto, volví a recordar todas las razones por las que me ha caído tan mal desde el principio. Parecía que se esforzaba cada día más en hacerme sentir incómodo y arrebatarme mi espacio.

El primer día del viaje, llegamos pasadas las cuatro de la tarde; decidimos ir a la playa a ver el sol ponerse; antes de irnos nos dimos una ducha rápida; como el niño olvidó su desodorante, lo vi buscando en mi maleta, y cuando le pregunté qué necesitaba, me pidió prestado el mío. Nomás le conteste “lo siento, sólo tengo de roll-on”. Llegando a la playa, papá pidió pescadillas y otras cosas para botanear. Mientras estaba lista la comida, fui a caminar un rato a la orilla del mar. 

Fue un momento lindo, terapéutico. Dejaba que me invadieran los sentimientos negativos que había estado teniendo e imaginaba que el agua se los llevaba. Pensaba en Ángel, en cómo su rechazo me hizo sentir poco merecedor de afecto, y pude sacarlo. Pensaba en Ulises, en el daño que le hice y que probablemente él me odiaba; y pude conciliar que todos cometemos errores y que al menos decidí dejar de hacerle daño. Iba pensando en muchas cosas que me atormentaban y dejaba que todo se lo llevara el mar. Me sentí muy bien… y todo lo arruinó Jorge cuando volví de mi caminata:

Papá pidió varias órdenes de pescadillas, solamente para estar picando y matar el hambre; más tarde iríamos a cenar. ¡Y Jorge se las acabó! 

Cuando volví a los camastros, no quedaba nada. Él siguió comiendo hasta acabárselas, sólo por gula, porque había; y para cuando volví, no había nada para mí. Y cuando mis padres notaron que Jorge solo se había comido como 10 pescadillas, sólo se rieron; les pareció encantador y espontáneo.

Mi paciencia se fue agotando pronto. Mi terapia barata de dejar fluir las emociones en el mar me duró menos que las pinches pescadillas. No toleraba tener que soportar a una persona tan individualista y abusiva sólo por mi hermana. 

Para la hora de la cena, ya estaba demasiado irritado. Me estaba amargando el viaje. Cuando volvimos a la casa, todos se quedaron en la estancia, conviviendo un rato. Yo no; me fui a dormir temprano, harto de Jorge y de no sentir apoyo de parte de nadie. Como a las tres de la mañana, cuando entró a la habitación para dormir, no le importó encender la luz y hasta tarareaba bajito una canción mientras se cambiaba.

Todavía se puso a chatear y ver videos cuando estaba acostado; y ni siquiera fue para quitar el sonido del teclado a su teléfono. Escuchaba cada maldito tecleo que daba. Y la luz de la pantalla de su celular alcanzaba a alumbrar la parte del techo que la sombra de la litera no bloqueaba. La rabia se iba apoderando de mí en cada momento. Con mis últimas reservas de decencia y tolerancia, le pedí, todavía amablemente, que guardara silencio. Lo hizo.

Como si fuera una prueba de fuerza y resistencia, Jorge me despertó a la mañana siguiente con el momento en que casi me llevó al punto de golpearlo: se había metido a bañar temprano y ya estaba cambiándose en la habitación.  Mientras se vestía, volvió a tararear la misma maldita canción de la noche anterior. Me esforcé en ignorarlo e intentar seguir durmiendo, pero escuché de pronto un sonido que reconocía: se estaba poniéndo desodorante en roll-on.

Con el registro mental activado de cada pequeño acto suyo que iba irritándome, no tardé en recordar que me lo había pedido prestado porque olvidó el suyo. Volteé hacia donde él estaba y, en efecto, estaba usando mi desodorante. 

Exploté. Le pregunté qué hacía y me dijo, quitado de la pena, como si nada, que tomó tantito prestado porque él no tenía. ¿Cómo a alguien se le ocurre compartir algo tan personal? ¡Qué asco! 

Salí de la habitación y le conté a mis padres; mamá, viéndome exaltado y reclamar por un desodorante, me pidió que me calmara y bajara la voz. Me dijo que era nuestro invitado y había que tratarlo bien. Papá dijo que no fuera inmaduro, que por la tarde iríamos al supermercado a comprar víveres; y que podíamos comprar un desodorante nuevo para mí y otro para él, que no hiciera drama, y que no fuera grosero por nada.

Lo odiaba. Quería explotar y golpearlo. Quería que lo echaran de la casa. Quería que Cecilia terminara con él, y hasta que regresara con Paco… pero me calmé. Poco después, Cecilia entró a la habitación preguntando qué pasaba, decidimos no tocar el tema y hacer como que todo estaba bien. 

Recordé que llevaba un buen rato intentando pasarla bien, y decidí no amargarme más. Volví a intentar disfrutar el viaje, entré a la habitación y Jorge se disculpó; le dije que estaba bien y me disculpara si había sido grosero con mi reacción. Me dijo que realmente lamentaba haberme hecho enojar y que esperaba que estuviéramos bien. Nos dimos la mano, pero volví a estar completamente escéptico a sus encantos. Durante el resto del viaje pretendí ignorarlo, pero no podía evitar verlo, ver su individualidad y su egocentrismo, ver que era un maldito farsante; volví a presentir que le ocultaba cosas a mi hermana: 

Lo veía estando con ella en la playa, besándola; pero miraba de reojo a otros lados. Se aseguraba de que otras personas lo miraran cada que podía. Le fascina llamar la atención. Los escuché discutir una vez más. Su maldita postura defensiva. Sus reacciones. Él le estaba haciendo infiel; le estaba viendo la cara. No tenía pruebas, pero cada vez era más obvio. Conocía esas actitudes. Lo sabía. 

En las noches, cuando íbamos a dormir, se quedaba chateando hasta tarde. Yo sabía que no era con ella. Yo estaba seguro: la manera en que convivían; cómo la miraba, el poco cariño que le mostraba, los dramas que le hacía. Le estaba mintiendo. 

Por eso un día quise indagar más. Quizá no estuvo bien, pero él ya había sobrepasado mi espacio más de una vez; una mañana, cuando se metió a bañar, revisé su celular. Aunque estaba bloqueado, entre las previsualizaciones de las notificaciones, encontré todo lo que necesitaba. Un mensaje de “L”. Así la tenía agregada:

“Avísame cuando regreses de Cancún; ya quiero volver a verte”. Eso fue todo. Y no, no estaba malinterpretando las cosas. Yo sabía que no. 

Dejé el celular sobre el buró donde estaba y volví a acostarme. Poco después salió de bañarse. Entró al cuarto tarareando la misma maldita canción de siempre.

Revisó su teléfono mientras se cambiaba y siguió haciendo lo suyo como si nada, sin el menor remordimiento. Es un maldito cínico. Lo empecé a odiar más que nunca. Mi pobre hermana sin saber nada. Pese a su experiencia con esas situaciones, no ha aprendido nada… y yo sabía que iba a romperle el corazón cuando lo supiera. Quería bajar de la litera y golpearlo. Sólo fingí seguir dormido.

Estuve pensando mucho si era prudente decírselo a Cecilia o no. O si debía decirlo a mis padres antes. Sí debía decirlo inmediatamente o era mejor cuando termináramos el viaje. Cómo debía actuar. Y cada vez que decidía callármelo para no dañar a mi hermana, sólo lo veía existir, con su falsa espontaneidad y su carisma hechizo, saliéndose con la suya en todo momento. No merecía mi silencio. Le encantaba la atención. Siempre lo veía viendo si la gente lo veía. Es ese típico niño bonito, flaquito, con sonrisa linda, cabello quebrado y ojos bonitos, que sólo se esfuerza en ser querido por todos, en caer bien a todos; en gustarle a todos. 

Intenté, de todas maneras, llevar la fiesta en paz. Hasta le presté una de mis camisas cuando me dijo que se estaba quedando sin ropa limpia. En lugar de lavar su ropa, una playera mía. Semejante parásito. Quería decirlo, pero me tragué las ganas de hacerlo. Me mantuve en silencio, como espectador, viendo cómo conquistaba a todo el mundo. 

Ayer, la penúltima mañana del viaje, fuimos a desayunar a un restaurante. El mesero que nos atendió era evidentemente gay. Estaba… lindo. Me llamó la atención; y noté que se quedaba viendo hacia nuestra mesa. No, no con la usual atención con la que un mesero verifica que a los comensales no les haga falta algo. Con esa atención con la que observas algo que realmente te llama, te atrae. Grande fue mi decepción cuando noté que estaba mirando a Jorge. Mi presencia ni la notó.

Y observando bien, vi que Jorge estaba bien consciente de la manera en que lo miraba el mesero. Volteaba de reojo hacia donde estaba y se acomodaba el cabello o le daba un beso a mi hermana. Sólo alimentaba su ego. 

Ese día decidí decirle a Cecilia lo que vi. Por la tarde fuimos a la playa, y en un momento en que sólo estábamos ella y yo, le advertí que tenía que decirle algo que no le iba a gustar, pero que tenía que saber. Ella me tiró de loco. “En serio lo odias, ¿verdad? ¿Tanto te urge que lo termine? No mames, Juan. Sólo tienes envidia porque tú estás soltero. Mi mamá me contó lo del desodorante; ya deja de tirarle mala onda. Él no te hace nada”.

No quiso escuchar. Le valió madres mi advertencia y quedé como el que sólo quiere sabotear. Poco después llegó Jorge y me sonrió. Decidí no volver a entrometerme. Fue su decisión.

Se hizo de noche. Volvimos a la casa. Otra vez, no quise desvelarme. Me fui directo a la habitación. Estaba dolido por el comentario de “tienes envidia porque estás soltero”. Me dio en el ego. ¿Tenía envidia? ¿Sólo buscaba errores en los novios de mi hermana porque mis relaciones constantemente fracasaban? ¿En serio me merecía eso?

Me quedé mirando al techo, pensando esas cosas, cuando él entró al cuarto y me sonrió. Tarareando la canción, se empezó a desvestir para meterse a bañar antes de dormir.

Fue por inercia. Coincidencia. Quizá un poco de curiosidad, lo admito; pero voltee a verlo cuando se estaba bajando los pantalones. Y vi que llevaba puesta mi ropa interior. No terminaba de creerlo. ¿Había alguna barrera de respeto que este imbécil no fuera a derribar? “¿Qué te pasa? ¡Son mis bóxers!”, le grité. 

Él volteó a verme, y sin inmutarse, dijo “¿En serio? Seguro me confundí, tengo unos idénticos”.  Su respuesta, burlona y despreocupada, me encendió; bajé de la cama y seguí reclamándole. Jorge se quitó los bóxers frente a mí y dijo “aquí están”, los acercó a su cara y dio un fuerte respiro; “Como nuevos”, agregó. Luego se acercó a mí, completamente desnudo, y me los entregó como ofrenda de paz.

Me quedé petrificado. No supe cómo reaccionar a eso; qué decir. Cuando estiré mi brazo para tomarlos, bajé la mirada un poco y, sin querer hacerlo, vi hacia su bulto. Fue, otra vez, como por inercia; cosas en las que la vista se enfoca sin querer y ya. Él lo notó y me sonrió con complicidad. Vi que su pene estaba ligeramente erecto… y el mío empezaba endurecerse. Sólo tomé los bóxers, él acarició mi mano, y me subí a la litera sin decir nada. 

Me quedé acostado. Él se metió a bañar. No podía dormir, me sentía bastante asustado, pasmado y un poco excitado al mismo tiempo. Entró a la habitación. No tarareó canción alguna, se vistió y se acostó. Tampoco revisó su celular. Lo supe porque no hubo brillo. Sólo se quedó ahí, despierto, debajo de la cama donde estaba yo. Sabía que estaba despierto porque escuchaba su respiración. No era la de una persona dormida. Creo que ni él ni yo dormimos muy bien anoche. Nadie dijo nada. No hicimos ningún ruido.

Apenas empezó a salir el sol, me levanté para meterme a bañar. Usualmente soy el último en hacerlo, pero esta mañana me sentí sucio, con la necesidad de que el agua acariciara mi piel y calmara tantas emociones confusas. 

Bajé de la litera y lo vi ahí, despierto, mirándome. No dijo nada. Ni siquiera me sonrió, sólo se me quedó inexpresivo, como regañado. Yo tampoco dije nada y me fui a la regadera. 

Antes de entrar al baño, me topé con mi madre. Me dijo que me escucharon gritar y me preguntó qué le reclamé ayer a Jorge. Por qué discutimos. Yo, desconcertado, le dije que no era nada importante; sólo me dijo “al rato hablamos”. ¿Qué vamos a hablar? ¿Qué les voy a decir?

Tengo tiempo para pensarlo. Mientras, es hora del baño. Entro a la regadera. Primero abrí sólo la llave del agua fría, para despabilarme, quitarme el calor. Realmente me gusta cómo se siente. Quiero sentir más calor. Abro la llave del agua caliente. Sale el vapor de la regadera.

Estoy muy exaltado. No entiendo por qué, pero mientras las gotas caen sobre mi cuerpo, siento que Jorge lo hace; que se metió a bañar conmigo y es él quien me acaricia.

Nadie puede reprocharme nada. Yo sé lo dije a Cecilia. Le dije que Jorge no era bueno. Nadie debería atreverse a reclamarme. ¿Por qué no siento culpa? ¿Por qué me acarició? ¿Está jugando conmigo? ¿Sólo está alimentando su ego otra vez? 

El agua es muy estimulante. Roza cada parte de mi cuerpo y se cuela entre los espacios, como si fuera Jorge repasando sus dedos por todo mi cuerpo. Pronto deja de bastarme el agua y me acaricio yo. Siento que está conmigo. Recuerdo cómo me acarició la mano anoche. Sólo un toque. Pero se sintió como si me siguiera tocando.

Su maldita sonrisa. Cómo se quedó mirándome al despertar. Imagino que me besa, que me toca. No tardo nada en correrme, y de pronto me echo a llorar. Es la venida más depresiva que he tenido. Empiezo a sentirme culpable. El agua ya no estimula. Quema mientras cae sobre mi cuerpo. Entiendo que no está bien. 

He tomado una decisión. Lo de anoche fue un malentendido. Quizá interpreté mal las señales. Yo detesto a Jorge. Es un idiota. No pasó nada. Está todo bien. Salgo del baño y entró al cuarto. Ahí está él, sentado al pie de su cama, mirándome de frente, con otro calzón mío entre sus manos. 

Cierro la puerta. No deja de mirarme y empieza a olerlo. Aspira con fuerza y finalmente cierra los ojos. Vuelve a petrificarme, maldito. No sé qué hacer, pero sé que no será bueno. Se pone de pie y se acerca a mí. Tira mi toalla al suelo. Me deja completamente desnudo, en cuerpo y alma. Se pone de rodillas y empieza a besar mis muslos. Voltea hacia arriba para verme de pronto. Yo estoy congelado. 

Acabo de venirme, pero me vuelvo a poner duro de inmediato. Se para. Me mira y me dice “buenos días”. Quiero empujarlo y mentarle la madre. También quiero jalarlo y besarlo. No hago nada. Toma mi mano y me lleva a su cama. Me recuesta boca abajo mientras sigue besando mi cuerpo. 

Yo he perdido todo control de mí. Jorge me posee. Estoy congelado. Sólo siento su lengua jugueteando en mí, y sus dientes mordiendo mis glúteos de vez en cuando. No hago nada. Estoy perdido. 

Me voltea boca arriba y sigue besando. Yo sólo lo miro. Asustado como nunca. Incapaz de hacer algo para detenerlo, pero sin la voluntad de intentar que termine. Se baja el bóxer; lo veo otra vez, completamente desnudo. Glorioso y hermoso. Sus oblicuos, su abdomen, sus piernas. Todo él. Se detiene y se me queda viendo por un segundo, como pidiendo permiso de algo con la mirada; y con la mirada, yo le digo que consiento que haga lo que quiera. 

Entra, despacio, delicado, en mí. Me duele algo. No sé si es el cuerpo o el alma; pero tanto como algo duele, hay algo más que estoy gozando. Me tapa la boca con su mano, para callar mis quejidos. Luego, mete sus dedos entre mis labios. Saca la mano y de mi boca y se chupa los dedos.

Comienza a moverse más rápido; ahora me sonríe maliciosamente y se acerca a mí para darme un beso. Le correspondo. Está dejando de existir todo alrededor. Ulises. Ángel. Mis padres… Hasta Cecilia. Pobre Cecilia.

Sólo siento cómo nuestra respiración se acelera y se sincroniza; me mira de frente mientras sigue moviéndose. Me ve, lo veo. Me estoy terminando de entregar a él conforme nos acercamos al clímax. Sigue moviéndose. Él también gime, de pronto, una vez, está por venirse. Lo veo cerrar los ojos y esperar a que el momento pase. Está extasiado. Está por llegar.

De pronto, todo el éxtasis se disuelve. Siento que mi corazón está por detenerse, y no es la excitación: mamá ha abierto la puerta.

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