El amor es un muchacho desnudo

Luis Romani (México, 1994) afila su pluma mordaz en este relato corto (publicado en primicia) que nos arrastra y sumerge en la corriente de la soledad, el deseo sexual y la definición del amor.

No sé cómo pasó, pero pasó. Uno no sabe cómo de repente pasa de hablar de películas y vacaciones a decir sí, me gustaría que probaras mi leche. Llevaba como tres días platicando con este wey sobre un libro que yo no había leído, pero sí escuchado, y él, ya había leído, aunque no le gustaran los libros. No sé si fue casualidad, suerte, destino o lugar común, pero Manuel me preguntó si me gustaría preñarlo.

Sí, estaría rico, le puse, y la idea me prendió, en palabras. La verdad que la imagen mental de nosotros cogiendo me ponía duro, pero mi cabeza no dejaba de ver múltiples escenarios dolorosos, incómodos y antihigiénicos que podrían rodear a ese supuesto encuentro; el cual involucraba trasladarme hasta su ubicación, conocerlo, saludarlo previo a su partido, echarle porras, y una vez que perdiera, porque eso fue lo que él dijo, una vez que perdiera, llevármelo a algún lugar escondido de la cancha, castigarlo a vergazos y hacerle saber que yo era su hombre.

No soy mojigato ni nada, sólo que a medida que iba creciendo sentía que los encuentros cada vez se volvían más rudos, insulsos y, sobre todo, retóricos. Se proponían con demasiada y específica fantasía para que al final terminaran bien sosos. Uno se calienta entre palabra e imagen. Me la he jalado con solo leer, a pesar de que las fantasías y fetiches casi siempre sean los mismos. Me sorprende lo limitado que tenemos el concepto de erotismo. Todo es rudeza, sometimiento y aguante. Nunca he leído a alguien que diga que le gusta tierno y despacio. El sexo luce magnífico en teoría y en la práctica sigue igual que hace mil años.

Todas estas cosas en la cabeza hacían que me diera jaqueca mientras Manuel y su equipo le daban manotazos a la pelota. Yo soy muy básico para follar, lo admito. Me gusta darle al otro, terminar y listo. Nada especial. Solo un ser humano. La esta cosa de la naturaleza que somos hace que batallemos constantemente con nuestra condición social en la tragicomedia de la vida. Otra vez tengo estos pensamientos mientras el equipo de Manuel pierde dos tiros. No sé cómo se cuentan los goles en el voleibol. Él voltea a verme, le sonrío como si sintiera algo por él, como si tuviera que mantener las apariencias y que nadie note que nos conocimos hace treinta minutos.

Lo que le excita a Manuel es que todos en su equipo piensan que es muy hombrecito y después yo le voy a abrir las nalgas mientras él dice, gime y cito “todo esto es tuyo, papi”. Todo suena tan estereotípico y falocentrista, pero así es. Somos un cliché. Hay que abrazarlo. No entiendo por qué luchar contra eso. Que ya nadie crea que somos bien putos, pero en realidad sí somos bien putos, nos gusta mantenerlo en secreto y en privado porque con quien vamos a la cama no debe importarle a nadie aunque las pancartas digan que lo personal es político. ¡El culo nos controla cabrón! y yo ya no le estoy sacando provecho. Estoy a punto de satisfacer la fantasía de un tipo que ni me gusta. Al menos él sabe que está ganando algo. ¿Qué gano yo al cumplirle esta fantasía? Ahora pienso nada más en lo cansado que me voy a sentir después. Tal vez lo mejor sea ir a casa antes de que llueva, cenar y seguir viendo una serie que le da sentido a mi existencia. Lo siento, Manuel, pero hoy no.

El partido ha terminado. Voy rumbo a la salida. “¿Ya te vas?” sí, es que tengo una cosa que hacer. No sé por qué le estoy mintiendo. Creo que piensa que todo es parte de nuestra dinámica prometida. “¿Quieres que te acompañe?”, sus amigos y sus novias nos están mirando. Se cotorrean; como él es el deportista y yo el que viene bien peinado, les da material para elaborar sus hipótesis de que soy la conquista. No, le digo, no voy a cogerte hoy, estás sudado y me da asco. Veo como la pálida le llega a la cara. Todos sus amigos se quedan mudos, las chicas se ponen serias, escucho una risa contenida. Camino rápido hasta salir del lugar por miedo a que me apedreen.

Llegué a casa y le conté a Darío, mi mejor amigo, que me sentía raro; “güey, estás loca”. Admito que me arrepentí un poco, no por el mal rato que seguro le hice pasar a Manuel, sino porque no me lo cogí. Tenía buen trasero, pero confieso que también estoy empezando a odiar el cosificar gente, a pensar en él sólo como un hueco. ¿Ubicas el sentimiento que se produce luego de haberte masturbado mucho? le pregunté a Darío, justo es como me siento ahorita, pero sin haber disfrutado el proceso.

Me cagaba ser tan mamón a veces y de repente rendirme a los apetitos del cuerpo. Siempre me he desenvuelto así con la gente intelectualmente superior que admiro. En brindis de hombres grandes, cotizándome cada vez más, elevando el precio de mi compañía que cualquier astuto podría obtener gratis. “Me gusta platicar con los jóvenes bellos e inteligentes como tú”, me dicen algunos viejos, “filosofía es una carrera hermosa para estudiar, seguro encajas perfecto”, “qué rico que vengas de un lugar caluroso, eso implica traer menos ropa”. Toda esa porquería. No voy a decir que no me he dado cuenta, pero trato siempre de irme por la tangente. El único ganador es Lluis Edgar, un cincuentón dueño del residencial del que me hice amigo luego de una noche que pasamos bebiendo en su yate donde me dijo que la idea de ser padre siempre le agradó. Entonces ¿por qué no tienes hijos?, le pregunté, “fácil, porque soy puto”. Su respuesta fue determinante, sin contemplar ninguno de los matices que yo aventaba en mi duda. Lluis Edgar me atrae, pero tampoco lo entiendo, podría comprarse cualquier muchacho y decide estar conmigo. Me ha dicho que le gusto porque me veo más joven de lo que soy y “es bueno que estés bien dotado, aunque no tengas la circuncisión”; pero el hecho de que solamente una vez me haya tocado lo hace más extraño. Me intriga ver cómo batalla contra sus deseos cada vez que me meto desnudo a su piscina.

“¿Qué dijiste que estudiabas?”, me pregunta para modificar la plática, ¡a los seres humanos y sus comportamientos!

Una vez le dije que iba en quinto semestre de filosofía y mandó los ojos hacia su frente, meditó, luego me preguntó si tenía pasaporte y empecé a sentirme muy cómodo a su lado.

“Consíguete un trabajo y un novio que te haga de comer”. La sabiduría de Darío es tan confrontativa que me niego a aceptarla. Es verdad que algo de paz y bienestar puede traer la mundanidad de alguien con quien nomás comes, coges y compras. Yo gozo no ser así. “Necesitas un novio que te coja duro y te trate como una mujer, es lo que todos queremos”. Ya tuve un novio, le digo, uno con quien probé los campos elíseos, no busco otro. “Necesitas un novio de verdad, no uno que ya tenga novio”. Eso es un gran tema. “Deja de ser la otra”.

Muchas veces me cuestioné si me gustaba ser la otra, bueno, el otro, Darío y yo decimos la otra porque suena más dramático, no es misoginia, sino encanto. A mí no me gustaba ser la otra, pero me gustaba mucho el vato. No me enorgullecía ser la otra, pero estaba loco por el vato. “¿A poco el culo si está muy chido?” se burlaba mi amigo.

Durante todo el tiempo que duró esa relación ilícita no me sentí mal. Me alegraba ver a Álvaro, así se llamaba el innombrable, me encantaba olerlo y estar con él. Nunca salimos del cuarto de motel en turno. Allí hablábamos, nos comíamos, nos bañábamos, nos dábamos terapia y unas cuantas veces hasta lloramos. Por cuatro años. ¡Cuatro años de noviazgo sin que nadie se enterara! Son como veinte en tiempos gay. Gracias a esa experiencia descubrí que el amor transgresor no es el homosexual, sino el incondicional.

“¡No quiero que pienses que te uso!”, decía Álvaro en cada pelea, pero sí me usas y está bien porque no me importa, yo era bien intenso al responderle. A una parte de mí le encantaba hacerlo sentir mal cuando le decía que él me hacía sentir mal por cómo se había dado la relación; a la otra parte ni le importaba. Algo que admiraba de él era los güevos que tuvo para confesarme que quería verme cuando su novio no estuviera y que al principio había decidido tampoco decírmelo y engañarme, pero era demasiado tonto para mentir; mejor dicho, no podía con el remordimiento así que debía compartirlo. Al principio todo era follar a través de puro texto. Eso no cuenta como infidelidad. Yo era una computadora. Nos mandábamos fotos efímeras de nuestros genitales rasurados porque él amaba la depilación, y mensajes de buenas noches con besitos. Siempre acordábamos qué ropa usar cuando nos viéramos, cosa que jamás ocurría porque siempre había una casualidad que no coordinaba con la ropa.

Álvaro y yo crecimos juntos, aprendimos mucho, nos atrevimos a decirnos te quiero. Tuvimos una relación secreta donde incluso yo le preguntaba por su pareja y él me preguntaba por mis supuestas conquistas: “si quieres no me digas, pero te juro que no soy celoso”. Madurez en todo su esplendor.

Yo insistía en decirle que no veía a nadie, que era sólo de él. Estaba bien pendejo enamorado. A veces follaba con otros por deporte, pero ninguno me gustaba tanto. De hecho, ninguno me ha gustado desde entonces. Sólo son sexys y fornidos, chicos feos guapos, guapos insípidos, guapos bobos, mamados muy maricones, mamados mudos, mamados entrones, nenes tiernos y excelentes amadores. Siempre me aseguré de mostrar una cara de indiferencia con nulo interés, de que supieran que esto era sólo un rato, por más bella que fuera la noche, era una vez y sin repetición, no quería ilusionar, no quería comprometerme porque yo estaba reservándome para otro que ya estaba ocupado. Amigo mío, no hay mejor fórmula para quedarse solo.

Por eso regresé a ver a Lluis Edgar aun con la tormenta, después de tantas barbaridades soportar una gatada más de la mala suerte no parecía tan malo. Además, Lluis Edgar era el único cuya fantasía seguía siendo indescifrable para mí, y creo que el tipo me gustaba. “¿A quién te cogiste hoy?”, me preguntó, a un wey que juega voly, le mentí; él se acomodaba el cigarro en la boca y yo llenaba los vasos de brandy. “¿Lo preñaste?”, sabía que esa pregunta traía trampa. No, pero quise. “¿Qué te detuvo?”. Medité antes de contestar: desde que Jerry, un wey del que estuve enculado años atrás me dijo que venirse adentro era lo más hermoso del mundo, me puse como propósito ejecutar la práctica algún día. Sé que es un pensamiento violento, retrógrado, machista y reduce mucho el sexo, pero en la movida gay, las venidas internas suponen otro tipo de imaginario. La preñada.

Que preñes es una cosa tremenda de sentimientos y sensaciones y algo en tu cerebro que carece de lógica pero que tiene mucho sentido. Digo, no preñas literalmente. Es lo que significa. Lo que te dan. Lo que se transmite en esas mangueras de riego agrícola donde luego de mil jadeos artificiales, disfrutas dejar el culo lleno de leche. Mi cuerpo estaba a punto de ceder, le respondí a Lluis, pero la idea de mejor hacerlo con alguien que me gustara me pudo más y preferí portarme mamón a seguir regalándome.

Mi interlocutor se quedó perplejo, siguió con su trago. Luego nos pusimos a hablar de las esposas que nunca tuvo y de lo enajenado que te volvían las redes sociales; concluí que ya nada importaba porque la lluvia había mojado mi celular y lo descompuso. “En la semana te doy uno nuevo”, me prometió.

Me fui de su casa a las seis de la mañana, antes de que la señora de servicio nos viera acostados en la misma cama. Odiaba eso, ni siquiera comprendía como él siendo el patrón tuviera miedo de que la servidumbre lo cachara con otro hombre. Doña Laura sabía que éramos amigos; claro, la diferencia de edad lo hacía sospechoso, pero qué importa cuando se tenía todo lo que él tenía. Lluis Edgar había quedado solo tras la muerte de su madre con la herencia a su nombre. “Mis tíos viven a dos calles, tengo que andarme con cuidado”. Yo sabía perfecto lo que quería de él, no lo voy a negar, mientras sea joven y delicioso voy a aprovechar todo lo que pueda, pero nomás nunca me quedó claro qué era lo que él quería conmigo y porqué eso le daba el derecho de seguir mirándome como si fuera basura. O sea, el señor se escondía cual adolescente frente al resto de sus familiares longevos.

“Me parece que lo que te hace especial a ti, Dani, es que tú sí tienes tema de conversación”. Darío se sabía la historia completa, me sugirió que luego del teléfono regalado dejara de ver al hombre y buscara mejor a alguien como Manuel. “Ocupas un joto asumido y un trabajo”. Casi lo hago al pie de letra, pero el calor del verano y el cambio climático no te dejan serle fiel a nada. A la semana siguiente, Lluís Edgar me regaló su celular porque él se compró uno nuevo. Era tan hijo de puta como imbécil. El teléfono tenía todo tal y como lo usaba: la lista de contactos, sus correos de trabajo, las decenas de fotografías de sus sobrinos y sobrinas, un Facebook abierto que seguía a puras páginas de arquitectura. No había material para chantajearlo realmente. Excepto por la aplicación amarilla.

Abrí el Grindr que todavía tenía instalado, sentí pena ajena al ver tantos mensajes enviados sin respuesta; lógico que nadie le contestara a un perfil oscuro. A todos les enviaba el mismo texto: “hola, ¿te late una copa?”, seguido de una foto del yate. El mismo yate al que me había subido la primera vez que nos conocimos. Darío no tenía razón. ¡Qué putas importaban mis temas de conversación!

Lo que me había hecho especial era que yo había sido el único pendejo que aceptó la invitación de un perfil anónimo. Fue todo. Fui el estúpido que dijo que sí. Ni siquiera recuerdo por qué. ¿Qué esperaba? ¿Encontrar a un príncipe veinteañero con trasero de burbuja vestido de marinero montado arriba de la proa de ese puto yate? ¿tan desesperado me sentía para no suponer que detrás de esa invitación había un viejo clasista que me iba a desechar en cuanto cayera el siguiente?

“Te cegó una casa bonita, bebé”, bufó Darío, “yo sé por qué lo hiciste, pero te vas a enojar si te digo”. Te juro que no me enojo, me siento usado, más usado que si me hubiera contratado nomás para un acostón. Debió burlarse cada vez que le decía que a mí no se me escapaba nada. Tanto libro, tanta lectura y tanto presumir la mente para rebajarme por un pinche teléfono viejo. “Dani, fuiste a verlo porque así conociste a Álvaro. Igualito. Era un mensaje anónimo que resultó ser el amor de tu vida”. Verga. Quedé desarmado. No tenía idea de que el trauma me había pisado fuerte. Después de esa revelación nada de lo que dijo Darío logró reconfortarme, me bajoneé un chingo. Mi amigo me abrazaba de vez en cuando argumentando que no iba a alcahuetearme porque yo lo que necesitaba era un trabajo y no andar pensando tonterías. Un trabajo como el suyo. Doblar ropa y vestir maniquís todo el rato. Se me fueron los días de verano merodeando la decisión.

Uno queda loco al ver a otro venirse porque todo en él cambia. Más allá de la erupción y el cataclismo, te sientes desconectado, recién nacido por un instante, pleno, y sabes que el amor es tangible y no hay de qué avergonzarse porque así de abundante es el cariño con el que se quieren. La prueba inconfundible de las perras ganas que se tenían. Yo había perdido ese anhelo. Adiós al secreto compartido. Dejé de estar caliente.

¿Sabes? voy a ver a Lluís Edgar para regresarle el teléfono y mandarlo a la chingada de una vez, le mensajeé a Darío. Llegué a la casa bonita sin avisar, al guardia de entrada bastó que le guiñara un ojo de protocolo. Caminé por los jardines perfectamente podados donde incluso la hojarasca no recogida se veía estética. Le envié un mensaje a Lluis Edgar esperando que saliera, le llamé y después de tres intentos contestó extrañado. Cuando salió vi a través de la puerta de entrada los globos de helio que llenaban su sala.

“¿Qué haces aquí?”, vine a verte. “A esta hora sabes que no se puede, ¿cómo te dejaron entrar?”. Su voz era de disgusto más que de sorpresa. ¿Qué celebran?, pregunté para llevar las cosas a mejor puerto. “Vinieron mis primos y la familia me hizo un pastel”. ¿Es tu cumpleaños? ¿no era en diciembre? ni se extrañó con mis preguntas. El cabrón me había mentido, lo sé, tenía derecho a no decirme todo, pero eso no evitaba que me sintiera más enojado. “Vete, te marco luego”. Y me dejó ahí. Pasaron unos segundos y continué parado, escuchando el beat de una cumbia a lo lejos. La verdad no reflexioné bien las siguientes cosas.

Me metí a la casa de Lluis Edgar. Las canastitas de hortensias custodiaban cada esquina, la araña de cristal en el techo se veía más imponente en el día con sus gotas de cristales colgando en modo cascada mientras los rayos del sol penetraban, sin lastimar, las paredes de vidrio antibalas. El aroma a cítrico artificial inundó mi olfato. Me vi en el espejo enorme enmarcado de dorado que reinaba la sala y donde muchas veces me imaginé en unas fotos porno. Todos estaban riéndose en el comedor. Nadie me vio. Me senté en el sofá de gamuza y todavía logré zamparme una brocheta de camarones capeados que alguien abandonó en la mesita de centro. Le dije hola a una niña rubia en traje de baño que se fue corriendo. Seguí siendo invisible. Vi las cajas finas con moños y regalos en la mesa; una bolsa tenía tapizado con brillo los signos de interrogación, no sé si era una fiesta de cumpleaños o la develación de género, pero todavía así nada desentonaba, excepto yo. Estaba gastando mi vida por querer esto.

Tomé la bolsa pintada de acertijos y subí al segundo piso. La mirada intrigada de los meseros no podía con la seguridad de mis pasos. En la habitación de Lluis Edgar, sentado en la cama que creí un día iba a manchar de sangre, leche o vino tinto saqué el perfume de la bolsa de obsequio. Me quité la ropa y me rocíe el cuerpo con la costosa fragancia de madera de cachemira: olía también a jazmín, pera, una pizca de café y otros aromas frutales que mi nariz corriente ya no detectó. Tal vez pachuli. Bosque y especias. Putamadre. A eso olía Álvaro. Me acordé cuando me hizo escuchar la propuesta del trío con su novio…

Luego decidí mandar a todos a la verga.

Volví a la fiesta vestido sólo con el olor. No pude ver la reacción de los meseros ni del resto de los invitados, pero seguro se cayeron de hocico cuando vieron a un maldito filósofo bajar las escaleras completamente desnudo con la cabeza cubierta por una bolsa de enigmas. Cada paso lo hacía más lento. Cada pisada era definitiva. Mis pezones, mis nalgas y mis güevos se movían majestuosos temblando en cada escalón. La melodía con efecto en cámara lenta resonaba en mi cabeza.

“¡Qué haces!” oí el grito de Lluís Edgar venir a mí. Se apagó la música. “¿Qué haces?” repitió desde su posición. “Salte o le hablo a la policía”. No me moví. “¡Daniel!”, hasta que dijo mi nombre me quité la bolsa y todos se sobresaltaron, como si hubiera apretado el botón de una bomba. Vi sus caras blancas, güeras, canosas, espantadas, unos sosteniendo el celular en modo rosario, otros en alerta de combate como si fuera a robarles algo. Supieran que soy un simple puto. “¡Daniel!”

Nomás quería tomar algo, dije al fin. Los parientes seguían viéndome, cada vez el terror desaparecía de su rostro y entraba la confusión. No voy a hacer nada, nomás vine a felicitar a mi amigo por su cumpleaños, oye —intenté sonar amable— no sabía que tenía fiesta y vine a festejarle como a él le gusta. Yo me encuero y a él le encanta mirar, hasta dice que soy pitudo ¿usted lo cree, don? ¡Si lo sabe Dios que lo sepa el mundo!

Las señoras se taparon la boca con las manos, las nanas se llevaron a los niños. Atravesé la sala mientras todos se quitaban con arrojo, empezaron a tumbar las copas y los jarrones para evitar siquiera que un centímetro de mi piel les rozara. Yo era un terrorista. ¡Les confieso que una vez me vine un verguero en la alberca!

Me zambullí a la piscina y empecé a nadar. El agua estaba deliciosa. ¡A Lluis le encantó, me dijo que nunca iba a limpiarla después de que la bautizara! —Me bañé entre los flamencos inflables— ¡Bueno, que nunca iba mandarla a limpiar porque él nunca limpia nada ¿verdad? para qué molestarse si tiene quien le haga la comida y quien le masajeé la próstata, hasta me regañó porque no supe cómo preparar un trago, ¿se imaginan? doña Laura me tuvo que enseñar la cantidad exacta de agua mineral y cocacola para no abaratarlo, si quieren saber cuántos hombres han visitado al cumpleañero, pregúntenle a ella!

Yo estaba como poseído, el hocico no me paraba, hable y hable, era un espectáculo de primerísimo nivel. Los señores me miraban a mí, pero enjuiciaban a su sobrino de cincuenta y tres años.

¡Pero ustedes no se salvan, tampoco se hagan los espantados porque una casa decorada tan bonita, donde nomás vive un señor, seguro es mansión de orgias! —Mi acto de rebeldía era más bien de amor propio, aunque le ensuciara la vida al otro. Ya me lo agradecerá algún día— ¡¿Se le antoja a usted también un pedazo de verga, don?!

Me dirigí a uno de sus tíos. Cuando uno deja de ser deseado y comienza a escandalizar, la madurez ha alcanzado. Ojalá alguien inteligente me hubiera escuchado decir esta revelación. Sentía que por fin era millonario, o Santa Teresa incendiada, o un Tritón magnifico del lago Estigia. Yo era todo, pero cuando arribó la patrulla en modo operativo de rescate, ya solamente fui una mezquina tilapia del montón.

¡Feliz cumpleaños, Lluis! —grité antes de abandonar la casa perfumado en cloro— ¡yo creo que de verdad serías un buen padre!

Los guardias no me golpearon como parecía, no tenían órdenes. Me dejaron afuera del residencial a medio vestir y todavía uno de los meseros me entregó la ropa y el celular que había ido a devolver. No se aguantó la risa y me levantó un pulgar. Después de puto loco la imaginación de los policías para los insultos se les terminó. “Ya vete”, dijeron tras colgar una llamada. Me fui caminando a casa. Darío estaba maquillándose, “¿estás sudado o mojado y por qué?”. Me dio la solicitud de empleo que debía llenar y me fui a cambiar de ropa a la habitación. Moría por contarle mi epifanía filosófica en la piscina, donde los raboverdes tíos de Lluis Edgar todavía me siguieron mirando el culo mojado después de que me sacaran. Una zona sagrada sexual se había despertado en mí. Me sentía abatido, pero eufórico, casi feliz. El celular vibró. Un perfil oscuro enviaba un saludo: la fotografía de un chico desnudo, en cuatro. Hola, le respondí. Era Manuel.

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