Dormir es para los vivos y para los tontos

En "Mundos Disidentes" (2021) se reúnen 16 autorxs de México y Latinoamérica; una antología de discordancias, tanto narrativas como poéticas, publicada por la editorial Aquelarre de Tinta donde el orgullo LGBTQ+ se presenta como estandarte de valor, afectos, conflicto y verdades para dar lugar a aquellas personas a las que el mundo se empeña todavía por dejar en la periferia. "Dormir es para los vivos y para los tontos" de Israel Celis Delgado es uno de los textos incluidos. Un relato donde el matrimonio entre dos varones se ve alterado por la mala casualidad del accidente y la superstición.

«Había una luz espantosa que no era luz y un silencio hecho de aullidos,
y allí los vi. En sus cuerpos flacos y famélicos
se concentra todo el Mal del universo»
,

Frank Belknap

Para Oscar.

1

No pude dormir otra vez. Es verdad, lo juro lo he intentado y sólo cuando me obligo —o me obligan— a tragarme tres o cuatro pastillas de melatonina puedo conciliar el sueño. Detesto que la gente se preocupe mucho por mí; no estoy bien, es cierto, pero la sensación de que estén con sus constantes advertencias sobre las secuelas físicas y mentales que produce la falta de sueño me dan ganas de asestarles un puñetazo limpio, rápido y veloz en sus rostros. Me dan náuseas por la mañana y siento que el éter me envenena con la melancolía de la mañana, del alba. Vomito para maldecir a la vida, eso es. Vomito porque no puedo seguir negándome a seguir mi camino solo. Mi esposo murió ayer, una mujer anciana lo arrolló porque la muy estúpida se quedó dormida. Lo purulento de la situación, de mi situación, es que el accidente ocurrió justamente delante de nuestro hogar, una pequeña casa con un jardín que levanta sospechosas envidias, eso o que una pareja de homosexuales se haya mudado al vecindario, claro que la mayoría de nuestros vecinos son auténticos y amables. Bendito siglo XXI.

La mujer que arrolló —asesinó— a mi marido se llama Drucila Marquemar y tiene setenta años. Sigo sin poder concebir que la suerte de esa mujer supere el destino tan perfectamente podrido de mi difunto esposo. El accidente ocurrió aproximadamente a las tres y media de la tarde. Abelardo acostumbra, que después de llegar del trabajo —a eso de los quince minutos para las tres se encuentra estacionando su coche en la parte delantera de nuestro hogar—, trotar al menos media hora al día rodeando la manzana unas cinco veces. Desde que escuché el crujir de la puerta principal cuando entraba, un escalofrío nauseabundo y con dotes de premonición me sacudió violentamente. En mi interior estaba la sensación de que mis entrañas se estaban retorciendo como viles serpientes, enroscándose debido a un miedo que pulula en el aire, en el momento en el que una sagaz mangosta las ha localizado, acechándolas. Ese escalofrío me produjo una ola caliente de miedo, de auténtico miedo. Pero debido a que siempre fui de un carácter taciturno, intenté ignorar lo ominoso de la atmósfera cuando Abelardo me saludó afectuosamente con un beso para después cambiar los pantalones y la corbata por una playera y unos tenis, su rutina, su mantra físico estaba por comenzar. No supe explicarme qué carajos estaba pasando por mi cabeza, quería encontrarle raciocinio a ese miedo apestoso que brotaba por borbotones de mis poros. Durante esos pocos minutos, antes de que él terminara por salir por la puerta principal para dar su recorrido vespertino, me pregunté a mí mismo si lo que me estaba pasando se debía a una ola de alguna afección psíquica que estaba trastornando mis sentidos. Inclusive me vi obligado a preguntarme si algún ancestro mío padeció de manera secreta o poca conocida alguna afección como esquizofrenia, demencia o algo similar.

Abelardo siempre es constante. Era constante. Salía de la casa con una jovial sonrisa a eso de las tres en punto. Pocas personas se desviven por la perfección y la precisión de las horas como mi difunto esposo. Su recorrido constaba con simplemente treinta minutos rodeando algunas veces la colorida manzana en la que vivimos, siempre salía con los audífonos puestos y puedo apostar todo el miedo del mundo que siempre reproducía los temas de John Carpenter; cuando hacía ejercicio dentro de la casa podía escuchar el susurro lejano en los audífonos de Abelardo y la música de películas de terror es indiscutiblemente identificable. Sé que le gustaba hacer ejercicio al ritmo de sonidos muertos. Abelardo siempre llegaba sudoroso, pero extremadamente atractivo y con el pelo suelto, muy cansado. Y me dirigía una mirada como diciendo “he terminado” luego subía a nuestra recámara, se daba una ducha y bajaba para que comiéramos juntos.

Pero eran las tres y media aproximadamente cuando escuché un rechinido en el pavimento, unos neumáticos se acababan de deslizar sobre el asfalto llevándose al suelo el cuerpo de mi esposo, llevándoselo a las tinieblas eternas. Maldita anciana, no la conozco y ahora la odio. Cuando salí el cuerpo de Abelardo estaba irreconocible: sus brazos estaban volteados de manera imposible, de la pierna derecha sobresalía blanco, brilloso por la sangre, un hueso. Y lo peor de todo era la cantidad infernal de sangre que brotaba caliente de su destrozado cuerpo. Me desmayé, no pude seguir viendo aquella escena de pesadilla. Lloré hasta gastar la sal que tenemos dentro. Todas las mañanas cuando me despertaba, inconscientemente buscaba su piel tersa, su cabello ralo y sus labios apretados. Nada, sólo una almohada vacía. Ya no me esforzaba por cocinar comida decente y me limitaba a pedirla a domicilio. Cuando el reloj marcaba las diez cuarenta y cinco significaba que mi labor como profesor estaba por iniciar. Once de la mañana. Imparto clases particulares de paleografía para cualquier persona que tenga interés. Hasta las dos de la tarde permanecía sentado hablando sobre la transcripción de documentos. La mayor parte del tiempo son los estudiantes quienes tienen la palabra. Para saber paleografía hay que practicar mucho y eso es lo que les he enseñado a mis alumnos: les rogué tiernamente que me concedieran tres semanas de luto para retirarme al exilio y con solemne consuelo me lo concedieron.

Después de dos semanas de haber estado encerrado llorando y comiendo como un divorciado decidí enfrentarme a la realidad que me estaba llamando cándidamente, necesitaba el calor del contacto humano y de la sórdida voz de mi madre así que lo primero que hice fue visitarla. Cuando llegué, una hermana de mi madre se encontraba en la casa y sin disimularlo torcí los ojos hacia arriba dejándolos blancos, evidencia de la inconformidad. Aun así, estuvimos platicando los tres mientras comíamos; en mi familia cuando se necesita hablar sobre algo que se deba tratar con cautela, sentarse en la mesa y comer es el momento en que eso se convierte en un politburó. Hablamos al comienzo sobre lo desgarrada que estaba mi alma y terminamos riendo por las iniquidades de mis primos, hijos de la hermana de mi madre que estaba con nosotros.

Relato de Israel Celis Delgado

Estaba listo para irme, la experiencia fue fortuita y parecía que la sal de mi cuerpo volvía a acumularse para ser derramada cuando la sangre lo demande. Mi madre estaba acostada en el jardín y se había quedado profundamente dormida. Mi tía estaba en vilo, viéndome con una extraña y macabra sonrisa, me estaba mostrando los dientes aperlados mientras sus ojos se clavaban profundamente en los míos; es esa clase de magia que tienen los ojos y yo no pude resistirme. Caminó lentamente hacia mí y tomó mis manos con las suyas, las apretó con fuerza, pero era una fuerza que irradiaba determinación y voluntad. Estuvimos hablando no más de veinte minutos a solas, hablar con ella resultó revelador porque no recordaba haber tenido una plática con ella a solas, mi madre siempre se interponía o siempre estaba presente alguien más. Fue extraño pensarlo en ese momento pero era totalmente cierto. Sentía que estaba con otra persona, más intelectual de lo que la consideraba. Era muy letrada, perspicaz y seductora de una manera inefable. De su lengua brotaba la determinación y la persuasión y por un instante me sentí como cuando se está frente a un párroco con una excelente dicción, con una voz firme y solapada, como frente a un líder de lo ominoso. Pero fui arrancado de esa ensoñación por una última sugerencia de su parte.

2

—¿Qué? —fue lo único que pude responder porque el hecho de que una mujer de su erudición me recomendara semejante disparate me causó una confusión que me hizo sentir como un niño. Me dijo que cuando su esposo había fallecido hace cuatros años se sumió al igual que yo, en una oscuridad podrida, que lloró de la misma manera que yo porque también lo amaba insaciablemente. Pero lo curioso llegó después. Con una seriedad similar al de un párroco me sugirió usar lagaña de un maldito perro, untarla en mis ojos y esperar a que lo inevitable tuviera que pasar. Yo ya había escuchado sobre esa superstición y siempre me había dicho a mí mismo que eso es para la gente que cree en estulticias. Según cuentan algunos, untarse lagaña de perro en los ojos crea un vínculo óptico entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos, es decir, que podrías tener acceso a una ventana, a un portal, hacia el mundo de los muertos y si así lo deseabas, contactar con algún ser que exista en ese lugar sin luz ni sombra. Me reí un poco cuando me lo dijo y retornando con mi solemnidad le dije que tenía que irme. Mientras me encontraba en el umbral de la puerta principal, mi tía volvió a clavar sus ojos en mí y su rostro reflejaba una actitud sosegada y tranquila sin dejar de mostrarme las perlas de su boca. Sentí un escalofrío cuando por última vez volteé para despedirla alzando la mano, diciéndole adiós.

—Te resistes, mi querido Crisóstomo —concluyó mi tía cuando fui a visitarla. Cuatro días atrás había tenido esa extraña conversación con ella cuando me sugirió usar lagañas de un perro para poder ver a mi amado Abelardo. Claro que al principio estaba reticente a creer en supercherías. La lagaña es una segregación involuntaria que produce el ojo durante el sueño para mantener húmedos los ojos. Cuando uno se despierta y nota un exceso de ella y de un color purulento lo más probable es que exista una infección en los ojos y no es difícil de creer que un perro no esté exento de esto. Pero por la noche la idea no dejaba de clavetear mis pensamientos, se había hundido tan caprichosamente que durante mis sueños me vi a mí mismo untándome esa cosa en los ojos. Así que al otro día decidí visitar a mi amiga Lorena quien tiene un labrador y creo que es el único canino que me agrada, los demás me dan algo de miedo. Presiento que todos los perros son altamente mortales y muy impredecibles. Junjo es el nombre del perro de mi amiga y fui con el pretexto de tener una plática amena y fumarnos un cigarro de marihuana. Ella me recibió fervorosamente y recordé que nunca he sido partidario de las personas que suelen ser muy emotivas; el contacto humano frecuente me asquea un poco. Pero tuve que soportarlo; estuvimos platicando, fumando y tomando unas cervezas no más de una hora cuando le dije que tenía que marcharme y con el pretexto de que tenía frío y había olvidado traer conmigo algo que me abrigara le pedí que me prestara una chamarra. Junjo se quedó a mi lado cuando ella fue a su recámara para buscar algo que me quedara y en un santiamén y con algo de asco, no puedo negarlo, tomé la secreción óptica del perro y la unte rápidamente en mis ojos. No era mucha pero por unos segundos mi vista se tornó borrosa. Mi amiga regresó con una chamarra negra, me la puse y me despedí. Cuando iba de salida, Junjo se me quedó viendo fijamente y ladeó la cabeza, ese simple acto me erizó los vellos de la nuca, como si el perro supiera lo que yo estaba tramando.

Por la noche, antes de dormir, comencé a percibir sombras difusas que recorrían de manera tenebrosa toda la casa y me atreví, en un momento de credulidad, a llamar a mi difunto esposo: “Abelardo, ¿eres tú?”. Nadie respondió y durante lo que restaba de la noche seguí viendo sombras furtivas y figuras distorsionadas, tenía miedo, pero decidí que esas manifestaciones incorpóreas se trataban de la presencia espiritual de mi esposo. Intenté dormir, pero cuando cerré los ojos y me sumí en lo onírico mi vista se atiborró de visiones espectrales, decadentes y ominosas. No puedo describir todo con claridad, pero en mis sueños pude ver un lugar con ciclópeas columnas y en rincones obscuros distinguí ojos hostiles hacia mí. Caminé por largo rato y pude advertir que el cielo era de un color verde azulado, sentí asco con el olor mefítico que pululaba de todos los rincones. En el horizonte, mucho más delante de mí, distinguí una especie de construcción titánica, demasiado grande para ser construida por manos humanas. Me desperté sobresaltado, empapado de sudor y temblando. Volví a dormirme pero no volví a ver ese lugar entenebrecido. Bendito sea Dios. Por la mañana hice todas mis diligencias y me encaminé hacia la casa de mi tía para platicarle sobre mi experiencia con la lagaña del perro y sobre mis visiones oníricas, si es que había una conexión ella debía de saberlo y después de que le hube contado todo me respondió “te resistes, mi querido Crisóstomo”.

Varios días estuve percibiendo sombras furtivas por todas partes, como si me persiguieran. Llegué a la conclusión junto con mi tía de que la lagaña del perro que había usado no fue suficiente así que me anotó el número telefónico de un supuesto brujo que vivía en la ciudad pero que provenía de la sierra de Oaxaca. Fui a visitar al brujo, un hombre demasiado alto y muy sombrío. Las facciones de su cara parecían darle una apariencia de espanto eterno, pero era muy amable. Me contó que él fue quien instruyó a mi tía en algunos usos mágicos de antaño. Y resolvimos que para potenciar mis visiones debería usar la lagaña de un perro xoloitzcuintle. Fue una odisea encontrar un perro xoloitzcuintle, pero al final encontré uno en un parque. Estaba con su dueño jugando con una pelota, y yo fingí una pasión desenfrenada por esos caninos. El perro se sacudió con singular alegría cuando me acerqué a él y descubrí que casi todos los perros se someten al afecto humano. En un momento de distracción de su dueño, tomé un poco de la lagaña de su ojo izquierdo y me la unte. Dos cosas muy malas sucedieron. Primero que al siguiente día yo tenía una infección en los ojos. Mis párpados estaban como sellados con concreto en la mañana cuando intenté abrirlos. Mi tía me aconsejó no ir al médico porque probablemente los antibióticos que me recetarían eliminarían la sensibilidad óptica hacia “el otro plano”. No asistí al médico y tuve que soportar casi seis días la infección usando simplemente infusiones de manzanilla, otro brebaje que mi tía me recomendó para amortiguar la inflamación de mis ojos. Durante esos seis días de agonía seguí viendo sombras por todos lados espiándome y me regocijé diciéndome que Abelardo me estaba viendo y que pronto yo podría verlo, hablarle y quizá tocarlo. Qué equivocado estaba. Lo segundo que sucedió después de usar la lagaña del xoloitzcuintle vino después de recuperar la salud de mis ojos, cuando la infección retrocedió por completo. Mis sueños se tornaron más nítidos y más vívidos. Despertaba en las madrugadas empapado de sudor, gimiendo como un niño cuando sueña con el Diablo. Y pude por fi n recordar con más claridad el lugar que se aparecía en mis visiones oníricas. Era un lugar en ruinas y encontré similitud en algunos de sus edificios con algunos monumentos prehispánicos, pirámides, columnas y otros edificios dedicados a la astronomía como el que se puede observar en Chichén Itzá. Temblé de miedo porque ese lugar me parecía corrupto por voluntades ajenas a la humanidad. Había una pirámide singularmente alta, ciclópea. Estaba embadurnada de pintura verde y del centro emanaba una luz azul que se alzaban hasta el cielo infinito. Mis sueños casi siempre terminaban en esta visión y siempre olvidaba el rostro de los seres que se deslizaban por estas ruinas. No eran humanas, es lo único que puedo decir sobre ellas.

Dos semanas después de haber usado la segregación óptica del xoloitzcuintle, comenzaron a ausentarse las sombras que me acompañaban siempre y creí que Abelardo se había ido para siempre. Lo que yo no sabía aún era que Abelardo se había ido desde el día que murió. Por las noches me sobresaltaba la idea de dormir y tener esas pesadillas que me ponían intranquilo el resto del día. Mi vista se posaba de un lado para otro de manera abrupta, como los esquizofrénicos que se voltean cuando el hombre de negro les habla. Y lo peor comenzó entonces. Tenía que dormir porque era necesario, lo máximo que podía aguantar era un par de días y cuando me sumía en mis sueños las visiones de aquel lugar se volvían cada vez más vívidas y reales. Y decidí dejar de dormir cuando en mis sueños un ente descomunalmente alto, verde y con facciones de perro se me acercaba y me hablaba en un idioma totalmente desconocido. Pero me hablaba como amenazándome mientras me mostraba burlonamente algo que parecían dientes o era parte de su mandíbula, nunca supe con certeza qué era lo que veía.

Después de platicar con el brujo que me había recomendado usar lagaña de xoloitzcuintle, me di cuenta de que había cometido un error al intentar hablar con los difuntos. El brujo me dijo que lo que me estaba sucediendo estaba fuera del alcance de su comprensión y que todo indicaba que mi conciencia estaba accediendo inexorablemente a una realidad distinta a la nuestra, inclusive una realidad más allá del entendimiento de las personas que se han dedicado toda su vida a comprender rincones obscuros para la humanidad en el universo. Ajenos al espacio y al tiempo como lo comprendemos y de una manera no lineal, seres de otras dimensiones pero ligados a un pasado ancestral estaban comunicándose conmigo o al menos eso creí al comienzo. Porque no parecía que estuvieran comunicándose, sino utilizándome para franquear la tela delgadísima que separa nuestra realidad y la suya.

Si no lo ves no lo crees, y si no lo crees no existe, ¿cierto? La lagaña del perro realmente tiene propiedades mágicas, anormales o sensoriales, como quieran llamarlas. Lo cierto es que hay muy poca gente estúpida como para que al menos, los rumores y el cuchicheo los mantengan al margen de esas prácticas. Sin embargo, parece que todo esto sería inútil sin la disponibilidad del usuario a creer que realmente sucedería algo, que algo se despertaría en nuestro cuerpo utilizando prácticas prohibidas, como untarse lagañas de perro. Ahora lo sé con certeza. Estoy muy asustado y evito dormir pero es inútil. Estuve investigando y no hay forma de detener el enlace. Sé que ahora sueno como un chiflado, pero mis pensamientos están inconexos y los dolores de cabeza me obligan a apartar mis ojos de la luz constantemente. En mis investigaciones descubrí que si una persona no duerme por cuatro o cinco días consecutivos, entra en un estado de estupor en el que difícilmente puede descifrar la realidad y las alucinaciones; es decir, que no dormir obliga al cerebro a entrar a un estado ajeno al de la vigilia, muy similar al sueño. Dormir y soñar despierto. Esa idea me ha arrancado escalofríos.

He decidido alejarme de todos y de todo. Que lo que tenga que entrar lo haga, no voy a luchar más contra ello. Quizá así pueda recuperar la tranquilidad de mis sueños. Quizá esos entes que me persiguen no tengan intenciones contra mí y simplemente me ven como un vehículo. Cómo me gustaría que Abelardo estuviera vivo, él sabría qué hacer. Pero estoy solo, muy solo. Me iré a acampar sin compañía al bosque más cercano. Me iré a dormir y si algo se desata que sea en la quietud del bosque. Si muero, también me gustaría que sea junto al susurro suave de los árboles. Y de preferencia me gustaría morir durmiendo, odiaría hacerlo con sufrimiento, dolor físico y enloqueciendo de horror. La ruptura de mi mente ha sobrepasado los límites que creí imposibles de soportar pero resulta que la mente humana está integrada con un soporífero para amainar los padecimientos mentales. Si alguien logra leer esta carta, caeré en el cliché, pero es la verdad, estoy muerto. Si alguien tiene curiosidad por saber lo que me sucedió después de dormir profundamente puede buscar la dirección del lugar que adjunto en la parte final de esta nota, aunque lo más razonable es que me dejen solo porque estoy muy seguro de que algo escalofriante e irracional se va a desatar en el bosque mientras, como un tonto, me duermo.

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