El olor a pasiflora. El té para bajar la fiebre. Bebe. Siento el calor subir por mi cuerpo. Aferrarse a la mata de terciopelo negro. Las botellas rotas. La ropa sucia. Las imágenes católicas de mi abuela mirándome fijamente. El sonido de interferencia. Los rayos. El chillar de las cigarras. Me diste un cuerpo y ese fue tu mayor error. Odio la carne, el alma se mantiene intacta, pero la carne tiene deseos y yo no soy la excepción. Con cada golpe, con cada azote, la sangre se me sube a la cabeza, hincha el cuerpo y el miembro se frota contra el tronco. Uno. Dos. Tres. Sólo tengo que soportar a treinta y nueve golpes, pero yo no quiero que se detengan. Quiero que el dolor continúe, que de las tiras de carne emane la sangre derramada en mi miembro. Que gran sensación, mi verga bañada en sangre, mi sangre, la sangre bendita de la que todos beberán algún día. Beberán de la dulce miel que escurre por el tronco. Cinco. Ocho. El miembro se levanta, la flagra corta mi piel y unifica el deseo. Me da vergüenza esta tentación. Tentación macabra. ¡Golpéame el culo, desgárrame la piel blanca con el instrumento bendito! Pienso. Sonidos estruendosos. Cada golpe, cada desgarre, cada gota de sangre contribuye a la erección. Trece. Catorce. La secuencia perfecta. La ropa desgarrada, el amante desea mi cuerpo y yo quiero que el amante lo disfrute, que goce con él, pasa tu lengua en cada una de las heridas y sigue el camino sanguinolento, llega a la divina erección. El llanto de los insectos. ¡Bebe, te lo ordeno! Veinte. Veintiuno. Alrededor, todos me miran. La luz me deslumbra. Siento el calor del sol cerrando las heridas que pronto serán abiertas de nuevo. Las luces entran por mi pupila e iluminan todo lo muerto que hay en mí. Abre tus piernas. Me ordenas. Me gritas. Muerdes mi espalda. La saliva recorre mis labios y cae hacia mi pecho. Todo es humedad. Treinta y cuatro. Treinta y cinco. Estamos por terminar, pero yo aún no acabo. ¡Por favor, no te detengas! Padre mío, sé que es una vergüenza que me veas así, pero por favor no dejes que termine el placer. Amarás al prójimo. Tú me amas. Yo los amaré a ellos. Cuarenta y cuatro. Cuarenta y cinco. El miembro empieza a derramarse, el semen se junta con la sangre, las piernas mojadas, el olor es agradable, la simiente de la vida y la sangre bendita. Gran bebida. Cincuenta y cinco. Después viene el agua. El agua rosada limpia mi cuerpo. El ácido escapa de mí. Y de nuevo. Ahí siguen. Las mismas botellas rotas. La misma ropa sucia. El mismo sonido de interferencia. La fiebre que vuelve. Las miradas de siempre. Las cigarras ya no lloran.
Déjame escuchar a las cigarras
Jorge Panohaya (México, 1998) engarza un relato breve de ribetes corporales y un despertar de todos los sentidos donde la mezcla del recuerdo, el dolor y el deseo se agitan con fervor.