Cuático

Pedro Desierto (España, 1993) confecciona un daguerrotipo emocional sobre el paisaje urbano de Valparaíso en Chile. Un entramado pasional, sensual y físico en el que la ciudad chilena abraza a los amantes masculinos con regusto a sopaipillas.

Grababa su voz creyendo que se escucharía el resto de la eternidad. No era presunción, sino un presentimiento cronístico sobre la vida futura.

Un quiltro comenzó a ladrar. Otro le dio la respuesta y pronto todos estaban ladrando en sinfonía animal. Eso le distrajo y le hizo guardar el teléfono. Al rato un grupo de gaviotas levantó el vuelo y produjo la misma bulla en el aire, como si comprendieran que eran un reflejo del lado terrestre.

A Camilo solo le gustaba la naturaleza en contextos urbanos. Los volcanes, bosques y desiertos no le decían nada sin la huella de la civilización. Le parecían vacíos. El cableado, el caos y la aglomeración le hacían sentirse en casa. Es por eso que Valparaíso se había adaptado al momento a sus necesidades. Era una ciudad sórdida, cableada como entraña de electrodoméstico, llena de oscuridades y recovecos. Y eso, que a otro podría haberle asustado, estimulaba la sangre de Camilo con flujos endorfínicos. Podía pasar cualquier cosa.

Su marcha desde Europa acentuaba ese sentimiento. Desde que había llegado a Chile se había encontrado sin red de seguridad. Quería estar inmerso en el caos hasta las cejas, salir de cualquier tipo de comodidad aprendida. Y para eso la ciudad portuaria de Valpo era el revulsivo ideal.

Fue caminando a pasos cortos por la plaza. Miró con extrañeza un puesto de sopaipillas junto a otro de churrasco. Aunque era chileno de nacimiento se había criado toda su vida en Alemania y ese tipo de cosas chocaban en su mirada germana. Diez sopaipillas a luca. En la calle. Qué profanación calórica e higiénica. Le gustaba.

Cuando llegó a su hostal dejó las sopaipillas envueltas en papel graso sobre el velador, y empezó a devorarlas tumbado. Debía buscarse un alojamiento definitivo, era raro convivir con turistas que iban cambiando semana tras semana. Uno nunca tenía la sensación de hogar, todo parecía eternamente provisional.

Mientras comía, abrió la aplicación para conocer chicos en los alrededores. Había fotos de hombres de todas las edades. Altos, bajos, morenos, rubios, traficantes, turistas, musculados, osos… Un amplio espectro en el que perderse, en el que encontrar de todo.

En algo tan aséptico como una aplicación de celular se despertaba a veces un instinto natural, sensaciones de carne y de pulso: hoy voy a encontrar algo / este tipo es diferente / siento como esta relación vibra a través del flujo de telecomunicaciones / acabaremos en la cama.

Pasó decenas de perfiles planos, imágenes sexuales que resultaban totalmente antieróticas, descripciones grotescas o insultantemente simplistas. Mucha gente reducía el sexo y el amor a pura combinatoria. Qué aburrido.

De repente una imagen fijó su atención. Un chico que pintaba un cuadro verde luminoso, resplandeciente de una vegetación tropical. El chico de la foto era moreno y con barba espesa, y se mostraba de costado. Una de esas chispas del instinto prendió en él. Buscó la pestaña de conversación, le dejó una huella, le escribió.

Terminó de comer y continuó paseando por calles atestadas de gente, inmerso en un agitado vaivén de ruidos y autos, artistas del under bebiendo en escaleras inmundas, turistas agitando sus mochilas que llamaban a ser robadas, humo, graffittis, olores ricos y repugnantes…

Camilo sintió una vibración en el bolsillo del pantalón y adivinó qué era él quien respondía.

JK33 escribió esta frase:

“¿Cómo llegaste hasta aquí, desde Alemania?”

Camilo pensó que para ser un mensaje de una app de contactos tenía algo de metafísico.

“Algo me llamaba. ¿A qué te dedicas, pintas?” respondió Camilo.

Desde ese momento se desató una conversación imparable, a cuentagotas. Vibraciones en el bolsillo que iban escalando, que se prendían poco a poco. La conversación a intervalos acrecentaba el misterio. Camilo iba descubriendo Valparaíso a la vez que leía los mensajes que llegaban a su celular. Caminaba distraído, estampando empujones a los habitantes de esa ciudad destartalada, viviendo más en la fantasía de su mente que en la realidad. Llegado cierto momento decidieron encontrarse, saber más, desvirtualizar.

JK33 se descubrió como Juaco, un pintor local al que le gustaba la cerveza Calafate. “¿Quieres conocer mi estudio en el Cerro Mariposas?” le preguntó.  Camilo no dudó.

Subió aterrado el cerro, doblando recovecos extraños en la penumbra. Sentía una adrenalina feral en las piernas, en el pecho, en las sienes. Dudaba de si le había mentido hasta que le encontró apoyado en una pared. A la primera sonrisa sintió una energía distinta, una contracción del universo, chasquido de dedos de la madre natura.

Juaco le condujo de la mano a su estudio. Le habló de tsunamis, le mostró sus cuadros luminosos y le sirvió un vino. Camilo atendía y sonreía como un niño obediente. Se reían y sus pieles se aproximaban levemente, imantadas.

Camilo se pensó si lanzarse a besar pero sintió cierto vértigo, y se asomó al balcón a contemplar el entramado de casas, el caleidoscópico paisaje de tejaditos de colores. Juaco le abrazó por detrás invitándole a dejarse llevar.

Hicieron el amor como si se amaran. Camilo no había estado con muchos hombres antes y le pareció que aquello estaba a otro nivel.

Durmieron juntos y desayunaron mirándose a los ojos.

Luego Camilo se fue. Anduvo raro todo el día. Fue a un conversatorio sobre la historia del puerto. Se entretuvo mirando las ilustraciones de un libro sobre barcos, hizo fotos a quiltros y personas.

Vio como un hombre le pasaba droga a otro.

Vio a una chica cayéndose intentando hacer skate.

Vio a un perro devorar una rata en sus fauces.

Valpo era una fotografía continua.

Se puso a escribir en las escaleras del puerto. Sintió una vibración en el bolsillo. No era él. No era Juaco, era otro.

Un gato gris se deslizó entre sus piernas mientras tomaba el celular y leía con atención la pantalla. Le hablaba Richie, un chico moreno, lampiño y de ojos verdes. Estaba musculado, con la impronta de quien trabaja físicamente a diario.

“Hola guapo”. No pudo evitar responderle.

Sus respuestas no estaban tan armadas como las de Juaco. Eran casi monosilábicas sin dejar de ser educadas. Como si fuera extranjero, o le costase mantener la atención. Sin embargo no dejaba de escribir.

El GPS delator marcaba que estaba a 100 metros. Camilo se preguntó dónde estaría, tan cerca del muelle, si le estaría viendo.

“¿Nos juntamos?”

“Sí.”

“Salgo de trabajar en media hora”.

“¿Entonces, en media hora?”

“Sí, espérame en el puerto.”

Camilo aguardó impaciente viendo a los voceadores de las barcas turísticas, los capitanes y guías que decían de cantadito todo lo que podía disfrutarse en los paseos por el litoral.

Camilo estaba concentrado en la escena de cómo los barqueros captaban turistas con todas las argucias posibles hasta que un reflejo de su mente le avisó de algo. Fijándose en uno de los chicos que amarraban las barcas del muelle se dio cuenta de que era Richie, el mismo con el que hablaba. Se agitó. Empezó a mirarle con más detalle, disimuladamente, aunque el otro se percató de sus miradas y empezó a devolvérselas de reojo y a lanzar tímidas sonrisas.

Movía el cuerpo de una forma muy ruda, a impactos secos. Su espalda serpenteaba bajo las cuerdas para amarrar las barcas y se subía de un salto al muelle. Era tan sugerente. La idea de que trabajase como barquero le parecía insólita, pero más la idea de acostarse con un hombre que trabajaba en el puerto.

Cuando terminó de trabajar se acercó lentamente hacia él. Le saludó con la mano, y le condujo a un bar cerca del puerto. Se miraban más que hablaban. Tomaron un par de tragos como dos viejos camaradas que se encuentran. Camilo no sabía bien a donde conducía aquello. Salieron del bar arrastrándose con lentitud. Camilo le seguía como un quiltro desorientado. Giraron la esquina y con un ímpetu mayor de lo normal, Richie le recostó sobre la pared y empezó a besarle. La sordidez del lugar era insuperable. El sitio olía a puerto y había ruidos tabernarios. En contraste con su vulnerabilidad, esto no le asustó, sino que le excitó aún más.

Las nervudas manos de Richie sobre su cuello y su cintura ejercían una fuerza constante, poderosa. Se deshicieron en la excitación sexual, en plena calle. Después se marcharon, y fueron caminando erráticos y tranquilos, bajo la apariencia de que no había sucedido nada de particular allí. Se saludaron con un abrazo muy leve y se fueron cada uno por su lado, extraños.

Camilo asumió que no volvería a saber nada de él, que el silencio sería eterno, sin embargo dos vibraciones del bolsillo junto al nombre de Richie alteraron su tarde.

Al día siguiente volvió a ver a Juaco. Fueron a tomar algo en un mexicano mientras un grupo tocaba música punk en una plaza. Juaco le hablaba de por qué le gustaba tanto ir a Pichilemu en verano y Camilo se perdía en una sensación de simple alegría escuchándole. Era tan raro sentirse tan cómodo con alguien a quien acabas de conocer.

Un día después se encontró con Richie de nuevo. Le llevó a su hostal, se besaron, hicieron el amor y luego tomaron un vino, alterando el orden natural de las citas. Al final terminaron charlando sobre sus infancias.

Camilo hablaba de la nieve en la Selva Negra y Richie del vapor que salía al amanecer del Pacífico cuando iba con su hermano a pescar. Le brillaban los ojos mientras lo contaban con su acento porteño. Al despedirse de él, Camilo escuchó un maullido. Y un gato gris se escurrió tras la verja exterior.

Pasaban los días y Camilo iba fundiéndose con Valpo, su sangre volviéndose espesa y multicolor, su aliento tomando notas de mar, su piel estremeciéndose a intervalos irregulares, adelantando el tsunami que llegaría algún día. Empezó a quedar en citas con los dos alternativamente. Se sentía incapaz de cortar ninguna de las dos relaciones.

Juaco era puros sueños. Se dejaba llevar por una conversación eterna llena de misterios terrestres, aventuras por la ciudad y objetos extraños. Era lánguido al moverse y podía detenerse en medio de una calle atestada de gente a ver una cosa en el suelo que le hubiera llamado la atención deteniendo a todo el mundo tras él. Tenía el pelo liso y castaño. Se enfadaba con cierta facilidad pero también era muy cariñoso. A pesar del aire de juego, guardaba el peligro en las pupilas.

Richie era completamente distinto. Alguien que escondía todo lo interesante y jugoso en su interior. Se mostraba siempre silencioso y lanzaba ligeras sonrisas, de reojo, sin estridencias. Sus ojos eran mágicamente azules y expresivos, el pelo negro y chascón, la piel morena por la brisa porteña y los músculos compactos, moviéndose con una precisión militar. A pesar de la rudeza de su aspecto era un niño tierno lleno de amor. En cada noche que se juntaban había una referencia a su familia o a su infancia. Imprimía una sensación global de nostalgia.

En el cerebro de Camilo empezaron a cuartearse los hemisferios de pensamiento. Le gustaban los dos, se descubría pensando alternativamente en uno y en otro. Intentaba plantearse la cuestión de si por alguno sentía una pulsión más física o más sentimental y no lograba dictaminar la verdad. O esta era que se había empezado a enamorar de los dos. Sentía algo por dos hombres al mismo tiempo. No era tan raro pero le confundía. No quería mentir.

Una tarde se topó con el Juaco cerca del puerto. Iba distraído con un lienzo bajo el brazo, y al verle, Camilo puso cara de pánico. Se asustó por la posible cercanía con Richie, que estaría trabajando allá. Juaco no pareció darse cuenta pero Camilo se sintió expuesto, como un dealer al que la policía acaba de atrapar.

Fueron al apartamento de Juaco, y él empezó a pintarle. Debía haberse sentido emocionado, honrado con quedar representado en uno de sus lienzos. Sin embargo la sensación de culpabilidad era pésima. No merecía ninguna obra de arte. No podía corresponder a ese sentimiento.

Durmió en sus brazos, agitado, soñando que varias personas tiraban de sus venas en distintas direcciones, haciendo brotar la sangre, y un gato lamía las gotas rojas que caían al suelo.

Seguía grabando extrañas locuciones para el futuro, intentando burlar la normalidad del presente para que su voz sonase de ciencia ficción. Le hablaba a un amigo ficticio,  alguien que nunca había conocido y a quien nunca había abrazado pero con una existencia real.

Otra tarde esperó a Richie en el muelle. Fueron en una barcaza a un lugar algo alejado de la línea de costa y se besaron. Jugaron a las cartas mientras apuraban una botella de vino y se acariciaban la piel. Al amanecer Richie le enseñó cómo hacer un nudo, moviéndole las manos como un títere, desbordando de ternura. Él no supo repetirlo, le miró con torpeza y se rieron. Richie le dijo que le gustaba demasiado, y Camilo sintió un trago amargo descendiéndole por la garganta. Sentía que jugaba con los sentimientos de los demás.

Las dos relaciones crecían. Se alimentaban de una espiral de mensajes, besos arrebatados en paredes de graffiti, noches espoleadas por músicas callejeras y el olor profundo de los muelles.

Camilo no sabía qué hacer. Sus sentimientos se iban enredando como la hiedra en los muros. ¿Elegir a quién? ¿En virtud de qué criterio? ¿A qué  amor renunciar? ¿Y si se equivocaba?

Se perdió en las calles de Valparaíso y acabó apareciendo en un paseo ornamentado, con vistas al mar. Allí se sentó a pensar mientras un gato maullaba desconsolado.

Nada podía ser tan resolutivo como la verdad. La verdad era canalizadora de lo que tenía que pasar, del destino. Les tenía que contar.

A ambos.

Sin demorarlo.

Y que supieran de la existencia del otro.

Quizás se quedaría sin ninguno pero si uno de los dos permaneciese lo haría con la conciencia de conocer toda la realidad.

Siguiendo el orden en que se habían conocido, citó primero al Juaco, en lo alto del Cerro Alegre. Cualquier conversación o pelea nefasta sería mejor si el eco resonaba en las escaleras de colores. Los graffiti lisérgicos podían ayudar a mantenerlo junto a él.

La cita era a media tarde. Camilo se revolvía nervioso sin saber qué hacer, pensando qué decir. Todo dependía de las palabras que eligiese, y tenía el raro presentimiento de que ese día sucedería algo violento.

Llegó a los pies del ascensor del Peral. Pagó las moneditas de rigor y aguardó a que bajase la cabina de madera y pudiera meterse en ella. Con un crujido doloroso, el ascensor arrancó. Camilo temblaba, temiendo las consecuencias de su propia decisión.

A medio camino se cruzó con la cabina que bajaba. Podía no haber mirado hacia ella pero lo hizo. A unos metros reconoció la espalda de Juaco recostada sobre el cuerpo de otra persona. De otro hombre.

“¿Qué estoy haciendo?” se dijo Camilo a sí mismo. “No puedo creerlo, parezco un niño chico, creyendo que todo es tan inocente. El Juaco estaba haciendo lo mismo, somos cuatro en este juego. Ya sé cual es mi decisión. Ya sé con quién no quiero estar.”

Camilo les observaba con rencor aunque ellos no lo miraban a él. El acompañante de Juaco se irguió sobre el asiento y Camilo recibió un shock al ver esas manos curtidas y ese pelo chascón. Richie.

“Cuático”, se dijo.

“Cuático”, repitió en voz alta.

Eran tres en ese juego. No cuatro.

“Cuático” pensaba mientras miraba alejarse la cabina con sus dos amantes abrazados.

Al descender arriba del cerro, un gato gris le arrulló cerca y luego emprendió la huida por los tejados.

¿Tienes algún comentario?

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Más relatos

Yellowstone

Desperté el domingo por la mañana para ver si el chico también había despertado ya...

8:30 de la noche

Nunca me gustó mi perra. Se le había regalado una ex novia a mi hermano, al poco tiempo rompieron y nos quedó la perra como souvenir...

Déjame escuchar a las cigarras

El olor a pasiflora. El té para bajar la fiebre. Bebe. Siento el calor subir por mi cuerpo. Aferrarse a la mata de terciopelo negro. Las botellas rotas. La ropa sucia. Las imágenes católicas de mi abuela mirándome fijamente. El sonido de interferencia. Los rayos. El chillar de las cigarras. Me diste un cuerpo y ese fue tu mayor error...

Luces rojas

Tenías ya cuatro meses muerto, cuatro meses en los que no tenía tu sonrisa al amanecer, ni tu cuerpo cálido cada noche, como cuando hacíamos el amor. Javier, cuánto te extrañaba. No podía ser yo mismo sin ti...