Ciertos colegas: Alberto y Pedro

El escritor y periodista australiano, afincado en Argentina, John Bell recorre los jalones literarios de los escritores chilenos Pedro Lemebel y Alberto Fuguet. Aprovechando una breve aparición del autor de "Tengo miedo torero" en la última novela de Fuguet, "Ciertos chicos" (primer puesto de nuestros mejores libros LGTBIQ+ de 2024), John agita un paipay de claves y apuntes para hacer más suculenta, todavía, la lectura de dos autores inmensos.

Hace un cameo en «Ciertos chicos» (Tusquets, 2024), la nueva novela de Alberto Fuguet. Entre los invitados de una fiesta del mundillo del arte santiagueño «un sábado de fines de abril de 1986», se encuentra Pedro Mardones, recibiendo consejos de la condesa Svetlana Butenko. Mardones —que después se hizo famoso como Pedro Lemebel— no figura entre los autores analizados en «Rebalsar la piscina mental» (Ediciones UDP, 2021), la antología de Fuguet de sus escritos sobre la literatura; característicamente, Fuguet dedica el grueso del libro a estadounidenses. Sin embargo, en los agradecimientos lo nombra como uno de los autores que «he leído, subrayado, prestado, guardado e, incluso, perdido». Su nombre aparece entre los de Eduardo Mendicutti y Sylvia Molloy. La figura de Lemebel — que igual a Fuguet se dedicó a retratar los años de la dictadura en Chile y de su transición ambigua y parcial a la democracia, moviéndose entre el periodismo y la ficción, desde una perspectiva explícitamente homosexual— se siente en la obra de Fuguet de forma un poco fantasmal. Con ciertos colegas hay que tenerlos presentes y a la vez mantenerlos a raya.

Las diferencias de postura política y de clase social entre los dos autores tapan lo mucho que tienen en común. Ninguno de los dos es autor solamente. Lemebel fue, como integrante de las Yeguas del Apocalipsis, performance artist; el documental «Lemebel» de Joanna Reposi registra sus últimas intervenciones antes de su muerte en 2015. En los últimos veinte años Fuguet se ha vuelto director de cine: uno de los hermanos de «Cola de mono», su película de 2019, aparece en «Ciertos chicos» como un amigarche del co-protagonista Clemente. La literatura de ambos escritores a menudo toma la forma de guiones. Las crónicas del libro «De perlas y cicatrices» (Lom Ediciones, 1998; Seix Barral, 2010) fueron literalmente los guiones para el programa que Lemebel tuvo en la Radio Tierra de Santiago, cada una acompañada por un «telón de fondo pintado por bolereados, rockeados o valseados contagios». En su ficción —y en «Despachos del fin del mundo» (Penguin Random, 2020), su crónica del estallido social de 2019 y la pandemia en Chile — Fuguet a menudo dedica capítulos enteros a diálogos sin ninguna intervención del narrador. La música pop es tan fundamental en el mundo de «Ciertos chicos» que Fuguet ha armado un playlist en Spotify de los temas que escuchan los personajes.

Los dos son autores también de manifiestos. El de Lemebel, «Hablo por mi diferencia», se dio a conocer en septiembre de 1986, el año de la fiesta en «Ciertos chicos» y del atentado fallido contra Pinochet; el poema apareció diez años después en su libro «Loco afán» (LOM Ediciones, 1997; Anagrama, 2006). Lo pronunció en un acto del Partido Comunista, calzado de tacos altos, con una hoz y un martillo pintados en la cara: fue debut literario, performance y reclamo político a la vez. «¿Qué harán con nosotros, compañeros?» preguntó. «¿Nos amarrarán de las trenzas en fardos con destino a un sidario cubano?» Exigió un lugar en una izquierda que todavía consideraba la homosexualidad —como la había considerado su héroe Fidel Castro en los años sesenta— una enfermedad de la burguesía degenerada. Como cronista en los años noventa y dos mil insistía en la existencia de un mundo cola que el Chile beige de aquellos años no quería reconocer. Contrarrestaba el engreimiento del jaguar de América Latina con su perspectiva de loca de clase obrera y ascendencia mapuche.

Fuguet, en cambio, buscó un lugar en el capitalismo. Escribió su manifiesto con Sergio Gómez, co-editor de la antología de cuentos «McOndo» de 1996. El nombre juega con el de Macondo, el pueblo que creó Gabriel García Márquez en «Cien años de soledad», y el de McDonalds, el símbolo por antonomasia del capitalismo norteamericano. Presentaron el libro en un local de la franquicia en Santiago. Fuguet veía en las urbes latinoamericanas de los noventa «el mejor ejemplo del sueño bolivariano cumplido»: el continente unificado por una cultura común. El neoliberalismo le parecía —como prometía ser el Internet en los primeros tiempos— una utopía por venir, un mundo sin fronteras. El deber del escritor contemporáneo era hacerse cargo del continente conquistado por el neoliberalismo, «sobrepoblado y lleno de contaminación, con autopistas, metro, tv-cable y barriadas», porque aquella era la realidad que vivía la mayoría de los latinoamericanos. Ese mundo urbano, escribió, «nos parece tan realista mágico (surrealista, loco, contradictorio, alucinante) como el país imaginario donde la gente se eleva o predice el futuro y los hombres viven eternamente».

Las dos miradas parecen diametralmente opuestas, pero aquí también tienen mucho en común. Fuguet, a su manera, también habla por —y desde— su diferencia. Aunque nació en Santiago, creció en Estados Unidos hasta los doce años, un autodenominado California boy de clase media. Lo que empezó como unas vacaciones en Chile se volvió una migración forzada cuando sus padres «dejaron abandonados» a Alberto y sus hermanos «con nuestros abuelos para que aprendiéramos español y nos metieran en un colegio». No hablaba nada de castellano. A pesar de ese comienzo ingrato, fue su encuentro con un idioma desconocido lo que convirtió a Fuguet en escritor: «porque me hizo aprender castellano a la fuerza», dijo en una entrevista con la Barcelona Review, «lo aprendí tanto que abandoné el inglés». De grande eligió quedarse en Santiago; como Clemente en «Ciertos chicos», estudió periodismo en la Universidad de Chile. Fuguet —como el protagonista de su novela— es un chileno que se sintió exiliado en su país de nacimiento: en ninguno de los casos se puede separar esa experiencia de su vocación de autor.

Portadas de «Ciertos chicos» y «Tengo miedo torero».

Escribir fue una forma de adaptarse a su nueva realidad; en su ensayo «Leer para escribir» Fuguet nota, «El hecho de enfrentarme con el idioma español a una edad más bien tardía… me ayudó muchísimo a la hora de escribir, probablemente tiene que ver con mi estilo y con un cierto afán, inmaduro, quizás, de procesar sobre todo la expresión oral, el habla para demostrar que podía —después de todo—expresarme y escribir tal como todo el resto». Dominar el idioma fue un modo de integrarse. Sin embargo, Fuguet se negó a renunciar a su herencia estadounidense. Insistió en ser a la vez California boy y escritor chileno. En «Ciertos chicos», Clemente regresa a Chile después de vivir años en Inglaterra y sufre un dilema parecido. En la facultad «cometió el error de ostentar ser de otra parte: leía novelas en inglés en la cafeta o al aire libre». Dedica su fanzine ropa/americana a la música new wave que sale del mundo anglosajón. Sus compañeros le dicen cosas como «Vuélvete a Inglaterra y mariconea allá, acá estamos en Chile y no nos gusta la gente rara»; otro, al cruzarse con Clemente en el cine Normandie, quema dos números del fanzine con su «encendedor verde-lima». La dualidad del personaje y del autor que lo creó – son chilenos y foráneos a la vez – dificulta su aceptación en un país que recela de cualquier influencia ajena y en una izquierda donde la lucha en contra del imperialismo muchas veces se tiñe de xenofobia. En ese contexto su negativa a elegir o una identidad o la otra es provocadora.

Las crónicas que Lemebel dedicó a Estados Unidos expresan su recelo hacia todo lo yanqui. Sus visitas a Nueva York, Washington y San Francisco le dieron la oportunidad de criticar la cultura gay norteamericana. A diferencia de Fuguet —que por momentos idealiza el capitalismo desde su lugar de relativo privilegio— Lemebel entendió que los chilenos no participan en el mundo neoliberal de forma equitativa. No son socios, sino un mercado para explotar y dominar. En Nueva York se sintió una «indiecita» en un «Olimpo de homosexuales potentes y bien comidos que te miran con asco». En el barrio Castro de San Francisco vio otro espacio conquistado por los blancos, en ese caso por medio de la gentrificación: «Pero después que llegaron los gays con sus perros de marca y decoraron las viviendas con plantitas, lucecitas y faroles dorados, el mismo barrio Castro subió de avalúo y los pobres tuvieron que marcharse». Fuguet lanzó su antología «McOndo» en un local de McDonalds; Lemebel dedicó una crónica ácida a la franquicia y su «grasa rancia de tufo importado» en «De perlas y cicatrices». Sin embargo, Lemebel se hizo cargo precisamente del mundo urbano que Fuguet y Gómez describen en su manifiesto. Miguel Ángel, uno de los personajes que Lemebel retrata en «Loco afán» —el «niño santo» que hacía milagros de chico en Villa Alemana y después volvió de Europa transformada en mujer trans— es un ejemplo inmejorable del realismo mágico en los barrios populares. La acción Estrellada que realizó con Francisco Casas en la calle San Camilo en 1989 adaptó la cultura pop estadounidense a la realidad santiagueña. Como relata Óscar Contardo en «Loca fuerte» (Universidad Diego Portales, 2022), su biografía de Lemebel, las Yeguas dibujaron en la vereda «estrellas fosforescentes como las del paseo de la fama en Hollywood», cada una dedicada a una travesti del barrio. Reivindicaron a una comunidad marginada del Cono Sur aprovechando las imágenes de la industria cultural norteamericana. A su modo – aunque se sentía marginado por el «coro literario del neoliberalismo» – Lemebel fue un autor McOndo.

La cultura pop es la esencia de «Ciertos chicos». Para Fuguet, la relación de fan con artista va más allá del consumo pasivo: como dice Clemente en un momento, es «importante ser fan para conectar con otros». Eso intenta hacer el muchacho con su fanzine ropa/americana. La identificación apasionada con ciertas obras y la elaboración de un criterio propio son pasos fundamentales en la construcción de una identidad; compartir esos entusiasmos es una forma de hacer comunidad. Esa relación idealista con la cultura pop es lo que vincula a los protagonistas de «Ciertos chicos». Sus casi 450 páginas cuentan la previa del noviazgo de Clemente y Tomás, un chico de dieciocho, «de una cinta de Spielberg, pero con carisma y morbo, además de hormonas y sentimientos». Sólo se juntan en los últimos capítulos; a Fuguet no le interesa contar la relación en sí sino el anhelo que le precede, el estado deseante e insatisfecho de querer «un cierto chico con quien pueda reírse, caminar, compartir el universo». Al comienzo del libro los dos escuchan, sin haberse conocido, el tema «When You Look at Boys» de The Lotus Eaters en la radio Eclipse: a partir de ese momento sabemos que tendrán que encontrarse. La música ochentera los vincula como si fuera la voz del destino. «Ciertos chicos» representa un cambio de editorial para Fuguet; en la presentación del libro en Buenos Aires, dijo que Tusquets ganó su confianza al halagar el libro como «un disco». Se sentía comprendido. La novela se divide, como los vinilos y casetes de la época, en un Lado A y un Lado B; los chicos se presentan, se exponen, pretenden seducir el uno al otro por medio de intercambiar mixtapes. La música está en todo.

Abundan los saltos temporales y guiños al lector. El narrador a menudo señala a los protagonistas como tal y cuenta los desenlaces de los personajes secundarios. Lo que leemos es quizás la novela de un Clemente mayor —como Fuguet, ya un escritor reconocido— gatillada por una entrevista que le realizan en el verano de 2022. Fue «como que se abrió un dique», dice el protagonista antes de entregar el manuscrito, y la proliferación de detalles tiene la inmediatez y la fuerza arrolladora de los recuerdos recuperados. Clemente lo recuerda todo: los peinados, las marcas de desodorante, los locutores de la radio, las películas que pasaban en el Normandie, y, sobre todo, las canciones. Fuguet también. Uno de sus logros en «Ciertos chicos» es no solamente evocar el pasado sino volver a vivirlo. Es de esas obras que te hacen viajar en el tiempo. En una de las escenas más bellas del libro, Fuguet manda a Clemente y Tomás —que todavía no se conocen— a un recital de Los Prisioneros en el Velódromo del Estadio Nacional. Escuchamos con ellos los temas «Muevan las industrias» y «Por qué no se van», recién estrenados por la banda, como si fuera por primera vez. El catálogo que hace Fuguet para describir el aroma «adolescente hetero masculino» nos transporta al lugar: «pitos de San Felipe, cerveza tibia, pelo mojado, rastros de Speed Stick de Mennen, zapatilla viejas, shorts salpicados con Fanta, nucas recién quemadas, pasto recortado, polerones pasados a humo de cigarrillos Hilton, además de Denim Musk Verde para hombres que lo consiguen todo, fácilmente». Estamos en el Velódromo, transpirados, escuchando canciones que pronto serán clásicos.

Fuguet abre su película «Cola de mono» —entre otras cosas, su homenaje a la «Carrie» de Brian De Palma— con una cita de Stephen King. Su estilo en «Ciertos chicos» también le debe bastante al autor norteamericano. (comparte esa influencia con la argentina Mariana Enríquez, a quién dedica una apreciación en «Rebalsar la piscina mental»). Se nota no solamente en su comodidad con lo pop y su uso de marcas como detalles evocadores sino en cierta desprolijidad deliberada. Para los dos es más importante entrar en calor, mantener un ritmo, ver a dónde las palabras los llevan, que manejar una prosa impecable. Cultivan un flow como el de Bob Dylan. Para crear este ritmo Fuguet suele llenar sus oraciones de tres sinónimos seguidos, como si aún buscara la palabra justa: «es una calle literaria, culta, distinta»; «Nadie quiso involucrarse, meterse, opinar». La repetición lleva al lector adelante y crea un efecto de inmediatez, de un narrador que aún se esfuerza para entender lo que cuenta. Es una expresión de curiosidad y apetito: hay tanto para plasmar, comprender, decir que no tiene sentido detenerse. Fuguet no aspira a la perfección: deja unas pinceladas rápidas y sigue. En una entrevista que le realizó Paula Thomas en 2016, Fuguet reconoció, «Me han atacado de «joven” hasta el día de hoy… Yo lo tomo como estar vivo y fresco». Tiene 61 años, pero no ha envejecido como escritor. Por eso aún le interpelan las bandas new wave; por eso no le cuesta entrar en el mundo de Tomás y Clemente. Como dice el héroe Rusty James en «La ley de la calle» —una película que le marcó la vida— «I wonder when I’m going to stop being a little kid». En su caso no hace falta dejar de ser pibe.

El estilo de Lemebel también tiene que ver con el pop, en su caso los boleros que tanto le gustaban. Su barroco callejero se nutre de las letras de Agustín Lara y lo que Carlos Monsiváis —que prologó «La esquina es mi corazón»— llamó su «deseo sistemático de elegancia y alto refinamiento en medio de la circunstancia más atroz». Sus crónicas suelen cerrar con la misma cadencia: un sustantivo seguido por una adjetivo sorprendente, seguido por otro sustantivo o un verbo en infinito. «Los tules acerados de su confinamiento»; «la lujuria cancionera de su pentagrama transeúnte»; «el ocaso de su arrabalero caminar». Es un suspiro, la frase de una letra resignada. Lemebel describe un mundo mucho más duro que el de Fuguet, pero esta actitud también refleja sus propios horizontes. No cree en la posibilidad de un lazo que combine de modo duradero el sexo y el afecto. En «Loca fuerte», Óscar Contardo caracteriza la sexualidad en su obra como «desprovista de vínculos afectivos, clandestina y cercana a la violencia, además de la soledad como telón de fondo». Por eso la Loca del Frente se aferra tan apasionadamente a la relación con el joven militante en la novela «Tengo miedo torero» (Anagrama, 2001; Las Afueras, 2021): porque cree que ese amor no correspondido es el único al que puede aspirar. Es una diferencia fundamental entre los autores, como la que existe entre el bolero y el rock: los personajes de Lemebel se resignan, mientras los de Fuguet, más afortunados, insisten en conectarse.

«La figura de la madre es clave en la vida y obra de ambos autores. Violeta, la madre de Pedro, defendía a su hijo del violento acoso de los vecinos en su infancia y era, según la autora Catalina Mena, «el gran amor de su vida» ; Lemebel vivió con ella hasta los 49 años y nunca se recuperó del todo de su muerte en 2001. Adoptó su apellido para reivindicar a ella y a su abuela materna. La madre de Fuguet, en cambio, fue la persona que lo abandonó en un país extraño a los doce años. En una entrevista que le realizó el podcast Sin Disfraz, Fuguet opina que «las madres eran las enemigas número uno de los gays en Chile» en los años de la dictadura.»

Se sienten con derecho de insistir en parte porque son pibes. Expresan sus deseos de otro modo porque creen en la posibilidad de realizarlos. La relación con el género marca una diferencia fundamental entre los dos autores. Lemebel se rodeaba de mujeres; las locas que pueblan sus crónicas son, a su modo, personajes femeninos. El mundo de Fuguet, en cambio, es casi exclusivamente masculino. Es el universo de «La ley de la calle» de Coppola. Le interpeló tanto la figura de Rusty James —el protagonista interpretado por Matt Dillon— y los otros chicos «filmados como dioses» que en 2013 estrenó el documental «Locaciones: Buscando a Rusty James», sobre el impacto de la película. Combina imágenes en blanco y negro de la ciudad estadounidense donde Coppola la rodó con voces en off reflexionando sobre el furor que causaba en Santiago en los años ochenta. Con la excepción de la novia interpretada por Diane Lane, «no hay lugar para mujeres» en la trama. En una escena con su padre hacia el final, Rusty y su hermano finalmente abordan el tema de la ausencia que se siente a lo largo de la peli, la de su madre. Los abandonó.

La figura de la madre es clave en la vida y obra de ambos autores. Violeta, la madre de Pedro, defendía a su hijo del violento acoso de los vecinos en su infancia y era, según la autora Catalina Mena, «el gran amor de su vida»; Lemebel vivió con ella hasta los 49 años y nunca se recuperó del todo de su muerte en 2001. Adoptó su apellido para reivindicar a ella y a su abuela materna. La madre de Fuguet, en cambio, fue la persona que lo abandonó en un país extraño a los doce años. En una entrevista que le realizó el podcast Sin Disfraz, Fuguet opina que «las madres eran las enemigas número uno de los gays en Chile» en los años de la dictadura. En el cuento «IMDB (algunas películas de la vida de Beltrán Soler)» —que narra la llegada de un California boy bastante parecido a Fuguet al Chile de Pinochet— la abuela del protagonista «contaba orgullosa que había donado su collar de perlas para ayudar a los militares a rehacer el país». Las madres de «Ciertos chicos» son inatentas o sostienen una relación levemente incestuosa con sus hijos cuando no sean directamente monstruosas, como la de «Cola de mono» que vuelve a aparecer en sus páginas. Los chicos de la novela habitan un mundo masculino porque sus familias los abandonan: son los lost boys de Peter Pan. Tomás tiene sus amigas; en un capítulo memorable del libro las chicas cuicas de Santiago narran en coro los acontecimientos de una fiesta en un apartamento sobre el parque Bustamante; en la entrevista que le hacen en 2022, Clemente se enfrenta a Celia, una joven antropóloga que le hace una dura crítica, considerándolo un cómplice de las fuerzas reaccionarias. Sin embargo, estos momentos son la excepción. La Santiago de la novela es una ciudad de chabones.

Quizás en la figura de la loca es donde más se nota los desencuentros entre Fuguet y Lemebel. Lemebel recelaba del gay como otra importación de Estados Unidos, como el SIDA mismo. Los dos fenómenos amenazaban a la loca, a ojos de Lemebel una identidad realmente chilena. «Se puede constatar la metamorfosis de las homosexualidades en el fin del siglo», escribe en su crónica «La noche de los visones», «la disfunción de la loca sarcomida por el sida, pero principalmente diezmada por el modelo importado del estatus gay, tan de moda, tan penetrativo en su transa con el poder de la nova masculinidad homosexual». Fuguet a su vez se identifica con precisamente esa masculinidad: «No siempre se asocia lo gay a lo masculino», le dijo a Paula Thomas, como si los varones fueran una minoría discriminada. En «Ciertos chicos», Tomás —que no ha asumido del todo su sexualidad— se besa con un compañero de colegio, la loca Narciso Dávalos. Se calienta aunque no «le interesaban los chicos como Narciso». Ahí está la soberbia de los gays que Lemebel critica tan duramente: Tomás se siente superior a Narciso, más lindo, porque no es ni gordo ni afeminado. No fatties, no femmes, como ahora dicen tantos perfiles de Grindr.

Sin embargo, algo más en Narciso le genera ese rechazo a Tomás. Hacia el final de «Ciertos chicos» Tomás va al cumpleaños de Narciso: rumbo a su casa recuerda la charla que marcó un antes y un después en su amistad. Los Dávalos son fanáticos de Gonzalo Cáceres, el estilista de Lucía Hiriart: la madre se jacta de que una vez Cáceres «la peinó, le hizo la permanente y la maquilló»; incluso «vino a la casa a cenar». Narciso le dijo a Tomás, entusiasmado, «Él es como nosotros dos, es un guía, nos puede ayudar mucho, debemos seguir su ejemplo». Con eso algo en Tomás «se rompió, algo lo paralizó y dolió»: de repente ve en el mundo rosa de Narciso, su madre y tías su complicidad con la dictadura. Se aleja, busca otras amistades. Para Fuguet, el maquillador de los Pinochet es un símbolo de la convivencia de muchos chilenos con el régimen militar; después querían reescribir la historia con narrativas más halagüeñas de resistencia. Lemebel dedica una crónica furiosa a Cáceres en «Loco afán»: lo describe como «la regordeta mano derecha» que «alargaba las sombras, espolvoreaba de luz y coloreaba de hipocresía la cara de la represión» y ahora se adapta con suma hipocresía a la Concertación. En el parloteo de Hiriart en su novela «Tengo miedo torero» la esposa de Pinochet no deja de mencionar a su querido estilista. La loca facha representa la hipocresía de una sociedad. Sobre su figura, al menos, Fuguet y Lemebel —esos ciertos colegas—están de acuerdo.

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