Aurora

Jaime Manrique (Barranquilla, Colombia, 1949) es el autor de "Maricones eminentes (Arenas, Lorca, Puig y yo)", uno de los análisis literarios y personales más lúcidos de la literatura LGTBIQ+ de las últimas décadas. Sus obras de ficción "Luna latina en Manhattan" o "Como esta tarde para siempre" lo han consolidado como una de las voces bilingües (escribe tanto en inglés como en español) a seguir inexcusablemente. En Un Cuarto Oscuro publicamos en primicia este relato inédito traducido por Isaías Fanlo, escritor catalán y profesor en la Universidad de Cambridge.

La luz generosa de mayo, al otro lado de la ventana, bañaba los tejados de Barnard College y los edificios de ladrillo de la Universidad de Columbia, que a esa hora parecían deshabitados, sin un alma que recorriera un campus siniestramente vacío. El día de trabajo tocaba a su fin y yo me recosté en la silla, agarré el periódico, apoyé los pies en la mesa, y lo hojeé buscando un titular que atrajera mi atención. Fue en aquel momento cuando vi una foto de Aurora Morningstar. Habían pasado muchos años desde que vi a Aurora por última vez. ¿Habría publicado una nueva novela?, me pregunté. El diario estaba abierto por la sección de obituarios.

Según las relataba el periódico, estas fueron las circunstancias de su muerte: el cadáver de Aurora Morningstar fue hallado en su apartamento de Bleecker Street. La habían asesinado rajándole la garganta. El móvil, según el jefe de policía, había sido un robo. Se comentaba que, durante muchos años, Aurora Morningstar había sido traficante. Habían encontrado, esparcida por el apartamento, todo tipo de parafernalia relacionada con el mundo de la droga. Tenía sesenta y un años.

He cambiado mucho desde la época en que Aurora y yo nos conocimos. Ahora soy profesor universitario, y hace casi quince años que me mantengo apartado del mundo de las drogas. Llegué a Manhattan hace más de veinte años para convertirme en escritor. En esa época, Aurora Morningstar era una estrella rutilante dentro del firmamento literario de Manhattan. Celebrada por su extraordinaria belleza, era rubia, de facciones elegantes, con unos ojos color azul eléctrico y unos pómulos imperiales. Tenía el aspecto de una estrella de cine europeo, uno de aquellos iconos sexuales que aparecían en las películas de Antonioni en los sesenta. La glamurosa fotografía de Aurora que aparecía en sus libros le había procurado legiones de admiradores, incluso entre hombres gays como yo.

El año en que llegué a Gotham, la primera novela de Aurora, El dinero huele mejor que las rosas, una crónica de las aventuras de una mujer joven e independiente que vive en Roma, era un auténtico best seller. Habían comprado los derechos para Hollywood, la habían traducido a varios idiomas, había recibido elogios de algunos de los grandes novelistas de nuestro tiempo. Para mí, un escritor en ciernes que estaba gestando su primera novela en la ciudad, Aurora era una estrella inalcanzable. Soñaba con toparme con ella por las calles del Greenwich Village. Fantaseaba con que me invitaba a tomar una copa en su casa y me introducía en su mundo de gente guapa e importante. Pero Aurora duró poco en la cresta de la ola. No volvió a publicar otra novela, y acabó desapareciendo de los titulares. Al final, acabé olvidándome de ella.

A principios de los ochenta llegó mi propio momento de gloria. Mi primera novela había causado un cierto revuelo en algunos círculos. Todavía estaba en mis veintes y estaba convencido de que lo tenía todo al alcance de la mano. Entre mis amigos se contaban escritores importantes, críticos, estrellas de cine, prestigiosos realizadores y otras celebridades del mundo de la cultura. Había recibido un suculento adelanto para escribir mi segunda novela a partir de una sinopsis.

Acabé aquella novela, pero docenas de editores la rechazaron. Tomé prestados decenas de miles de dólares de amigos y caí en un alcoholismo severo: la pérdida del conocimiento empezó a formar parte de mi rutina diaria. Lo siguiente fue caer en el precipicio del crack y la cocaína. Y un día, sin previo aviso, muchos de mis amigos gays comenzaron a enfermar de sida. Mis cambios de humor se hicieron cada vez más comunes e impredecibles. Poco a poco, gente a quien apreciaba empezó a ignorarme y dejó de responder mis llamadas. Muchos de ellos acabaron teniendo carreras brillantes y satisfactorias. Un día me vi a mí mismo en un apartamento de fumadores de crack en la Novena Avenida, tras la aduana portuaria, compartiendo una pipa con lo peor de la calle 42. Fue en ese momento cuando Aurora Morningstar entró en mi vida.

Mi amigo Doug, un escritor sureño trasladado a Nueva York, me invitó a cenar a su casa para presentarme a Aurora. Creía que podríamos caernos bien. No había escuchado aquel nombre en más de una década, pero recordaba perfectamente quien era. Las pasiones y los entusiasmos de mi juventud siempre me habían producido un poco de vergüenza, de modo que, pese a que recordaba su novela con admiración, conocer a Aurora Morningstar ya no me parecía tan estimulante. Aun así, acabé aceptando, porque, a fin de cuentas, Doug era un gran entendido, tanto en vino como en droga.

Cuando llegué al apartamento de Doug en el Upper West Side, oscuro y hacinado de libros, Aurora ya estaba allí. Aquella mujer parecía desafiar las leyes de la edad. Se trataba de un espléndido espécimen femenino: todavía era hermosa y lucía una cabellera blanca que complementaba su piel pálida, suave, marmórea. Vestía unos jeans y un jersey que destacaban las formas opulentas de sus pechos. Tan pronto como tomé asiento, sacó una bolsa de plástico del bolso y empezó a armar un porro. Fumamos varios porros mientras bebíamos y hablábamos de amigos en común, aunque me di cuenta de que ella había dejado de verse con todos ellos.

Aurora estaba de un humor espléndido. Su nueva novela iba a salir en unas pocas semanas y las primeras críticas en la prensa especializada habían sido excelentes. Estaba convencida de que su libro sería un gran éxito. No nos detalló gran cosa de la trama, excepto que le había servido para vengarse del hijo del dictador de un pequeño país sudamericano, con quien se había casado tras la publicación de El dinero huele. “Malgasté los mejores años de mi juventud buscando cabezas jibarizadas de pigmeos del Amazonas con él”, comentó sobre su matrimonio. Intuí que Aurora podía ser una persona adorable y también, sin causa aparente ni previo aviso, podía transformarse en un ser frío y desagradable. Pedimos comida china y nos quedamos en la casa hasta muy tarde. Sobre la medianoche, Aurora sacó una bolsa llena de cocaína.

Había algo en ella que me intimidaba: su manera desaforada de beber, su carcajada, que fluía a borbotones. Podía ser tierna y al mismo tiempo una arpía, y me di cuenta que estar con ella exigía un compromiso total. Me pregunté si sería capaz de ser su amigo y mantener al mismo tiempo mi independencia. Intercambiamos los números de teléfono y nos prometimos quedar para cenar algún día.

Un par de semanas más tarde, Aurora llamó. Era sábado al mediodía y yo estaba en plena resaca. Aurora parecía contrariada y me invitó a visitarla a su apartamento. Acepté la invitación: sabía que allí encontraría droga de calidad.

Aurora vivía en un apartamento de un dormitorio en Bleecker Street, en un edificio que, en algún momento del pasado, parecía haber tenido una cierta elegancia. Cuando abrió la puerta, su aspecto me sorprendió: su cara estaba descompuesta e hinchada. Era evidente que había estado llorando desconsoladamente. Sus cabellos estaban despeinados y su ropa arrugada, como si hubiera estado durmiendo con ella durante varias noches. Entré en su comedor. Aquello era un auténtico caos: un sofá cochambroso y un par de sillas rodeaban una mesita cubierta de copas, vasos, libros, ceniceros y pipas. De la pared que había tras el sofá colgaba una gran alfombra india desteñida. Me pregunté por qué me había invitado a su casa a mí, alguien a quien acababa de conocer, cuando se hallaba en aquel estado decrépito. Aurora me ofreció una copa. “Para la resaca, lo mejor es seguir bebiendo”, argumentó. Me alcanzó un vaso lleno de scotch con un par de cubitos de hielo nadando en el alcohol. “¿Leíste la crítica? ¿Viste lo que me hizo ese hijo de puta?”, dijo, señalando a un ejemplar del periódico. Vi su foto en la noticia. No había visto la crítica, así que cogí el diario y empecé a leer.

“No lo hagas”, me dijo, arrancándome el diario de las manos y arrojándolo al suelo de la habitación. Se hundió en el sofá. “No puedo soportar que alguien lea esto en mi presencia. “Ese hijo de puta me quiere arruinar la vida”, dijo. “Lo hizo para vengarse de mí, sólo porque no quise acostarme con él.” Entonces empezó una diatriba sobre el crítico y las razones, totalmente ajenas a la literatura, por las que le estaba castigando. “Todo esto es porque me lancé al ruedo sin nadie que me protegiera”, concluyó, estallando en un llanto desconsolado.

Le di unos sorbos a mi whisky.

Cuando los sollozos cesaron, Aurora dijo “Vamos a meternos algo”. Fumamos un porro bien cargado, y ella empezó a calmarse y a mostrar su lado más amable. Me explicó que había sacado un ejemplar de mi novela de la biblioteca y que le había gustado, lo que me alegró: hacía tiempo que nadie me había dedicado un elogio como aquel.

Poco después llegó una pareja gay. Traían flores. Me los presentó como dos académicos que habían escrito sobre ella. Habían leído la crítica, y Aurora representó para ellos la misma escena que había interpretado para mí unos momentos antes. Estalló en llanto; insultó al crítico; cogió el diario y lo rompió en pedazos; empezó a sollozar de manera escandalosa y después armó otro porro, que compartimos entre todos. Entonces se volvió a calmar.

Una mujer joven, robusta y con gafas llegó a la casa con flores y una gran bolsa de Balducci’s. Hice ademán de marcharme, ya que el comedor de Aurora empezaba a estar demasiado abarrotado.

“Tú no, Santiago”, dijo. “Quiero que te quedes. Quiero que seas testigo de mi supervivencia a este intento de asesinato por parte del hijo de puta. Porque escribió la crítica con esta intención. Nada le gustaría más que verme muerta.”

Aurora no volvió a representar su escena de desconsuelo para la joven, que se llamaba Janet. Estaba claro que Janet idolatraba a Aurora. No parecía demasiado interesada en beber o en compartir el porro con nosotros. En cambio, se puso a ordenar el apartamento, a arreglar las flores, y cuando acabó sirvió la comida que había traído, y que nadie, a excepción de la propia Janet, probó.

A medida que avanzaba la tarde circularon por el apartamento varias personas más, y todas trajeron flores. Empecé a pensar que estaba asistiendo al funeral por la novela de Aurora. Cada vez que hacía el gesto de marcharme, Aurora me lo impedía. Por mi parte, estaba encantado de quedarme. Me sentía cansado, pero a la vez me halagaba que ella deseara retenerme de aquella manera.

Cayó la noche. El flujo y reflujo de gente cesó, pero Aurora seguía sin la intención de dejarme ir. Volvió a sonar el timbre a la hora de la cena, y un hombre atractivo, más o menos de mi edad, entró. Era alto, atlético, de pelo cano y unos ojos de cuarzo que atravesaban con la mirada. Se movía por el mundo con la levedad de la gente pudiente, aunque la flacidez de sus rasgos indicaba que se trataba de una persona pasiva, de poca fuerza de voluntad. Su nombre era Jim y parecía compartir un rango especial de intimidad con Aurora, algo que no había visto a lo largo de todo el día. Comentaron la crítica, aunque Aurora ya empezaba a parecer cansada del tema. Se excusaron por un momento y se fueron al dormitorio, cerraron la puerta y se quedaron allí por un buen tiempo. Agarré un ejemplar de la novela de Aurora. El libro narraba la historia de una mujer que se parecía mucho a ella, una mujer que se había casado con el hijo de un dictador sudamericano y que había pasado mucho tiempo en la selva sin papel higiénico, comiendo reptiles cuyo nombre desconocía.

Finalmente, se abrió la puerta del dormitorio y Aurora y Jim salieron. Sabía que habían estado esnifando coca. Ahora parecían estar de bastante mejor humor y los ojos de Aurora tenían un brillo especial. Jim no se volvió a sentar: dijo que tenía otro compromiso pero que le había gustado conocerme. Nos dimos un apretón de manos para despedirnos. Jim sujetó mi mano con fuerza y luego la dejó ir con una cierta reticencia.

Cuando se marchó, Aurora dijo: “Le gustas. Dice que le pareces guapo.” Entonces añadió: “Y, ya sabes, es rico. Jim podría ser un buen novio para ti. No tiene familia”, dijo. “Me va a dejar todo su dinero.”

Aurora parecía estar de buen humor. “¿Nos metemos una raya?”, propuso.

Aurora no escondía su condición de traficante. A medida que avanzaba la noche, el timbre de su apartamento sonó en varias ocasiones y sus clientes entraban para comprar mercancía camino a sus fiestas de fin de semana. Cuando la actividad disminuía, Aurora me ofrecía rayas generosas. A lo largo de la noche, varias personas conocidas del mundo del arte pasaron por su apartamento, incluidos un actor porno mundialmente conocido y un artista de performance. Yo me quedé hasta el amanecer.

Aquella noche, Aurora y yo nos volvimos amigos íntimos. Yo no tenía una vida interesante. Estaba reescribiendo una novela que nadie quería y que, en el fondo, sabía que no podría publicar. Trabajaba como traductor independiente pero aquella profesión apenas me daba para vivir. Por aquel entonces, todavía se podía llevar una vida bohemia en Manhattan. Muy pronto empecé a invertir prácticamente todo el dinero que ganaba en comprar droga a Aurora. La mayoría de las noches, llegaba a su apartamento sobre las nueve y me quedaba hasta las tres o cuatro de la mañana, cuando sus clientes dejaban de visitarla. Entre cliente y cliente, hacía de Scheherazade. Me maravillaban sus historias sobre toda la gente que había conocido aquí y en Londres y París y Roma y en Japón, donde había vivido algún tiempo. Había conocido a James Baldwin y a Yukio Mishima y me obsequiaba con anécdotas sobre estos y otros artistas. Sus historias sobre su propia vida con el hijo del dictador también me parecían fascinantes, aunque no del todo convincentes. Aurora afirmaba amarlo todavía, y decía que él también la adoraba y que le destrozó el corazón que ella no quisiera seguir viviendo en la selva con él. Aurora entonces iniciaba un largo monólogo en el que afirmaba que no tenía nada de qué preocuparse, puesto que él siempre la salvaría. “La verdad, Santiago”, decía, “me considero afortunada, porque si en algún momento estoy en apuros, lo único que tengo que hacer es dar un grito”.

Jim pasaba por el apartamento por lo menos una vez por semana para abastecerse de droga. Aurora tenía con él un trato deferencial, de un modo que no tenía con nadie más. Jim me parecía atractivo, y flirteábamos el uno con el otro. Al final, intercambiamos nuestros números de teléfono y me invitó a cenar a su apartamento. Cuando llamé a Aurora para informarle de nuestra cita, se alegró muchísimo y me animó a mantener una relación con él. “Tienes que portarte bien con Jim”, dijo. “Recuerda que está forrado y que no tiene familia.”

Jim era el propietario de un edificio de cuatro pisos en lo que en aquel tiempo era la zona industrial de TriBeCa. Desde fuera, era impresionante. Una vez dentro, los primeros tres pisos del edificio estaban plagados de basura: periódicos y revistas, cachivaches rotos, viejos muebles desconchados. El piso de arriba, en el que vivía Jim, estaba algo mejor conservado. Tenía una salita, un comedor, y un amplio dormitorio para él, pero sus invitados tenían que convivir entre montones de trastos, y el polvo cubría los lugares en los que Jim no se sentaba o se tumbaba. Fumamos porros y bebimos cócteles mientras hablábamos de nuestras familias y de por qué habíamos venido a Manhattan. Jim era hijo único, de Missouri, y sus padres habían fallecido en un accidente de coche, dejándole una fortuna. Se había trasladado a Nueva York y había comprado el edificio en un momento en que la propiedad era más asequible en TriBeCa. Era un admirador de la primera novela de Aurora y la conoció después de escribirle una carta y que ella le invitara a su apartamento. Se hicieron amigos. Su vida parecía carecer de sentido. Hablaba vagamente de renovar el edificio y de lo que pensaba hacer con cada planta, pero en realidad no parecía que fuera a llevar a cabo ninguno de aquellos planes en un futuro inmediato. Mientras hablábamos y compartíamos comida china, me di cuenta de que pasaba la mayor parte del tiempo leyendo y mirando la televisión. Aparte de Aurora, no parecía tener muchos amigos.

Después de cenar esnifamos unas rayas antes de dirigirnos al dormitorio. Se desvistió, a excepción de su camiseta, que se dejó puesta. Cuando le pregunté por qué lo hacía, me explicó que se había hecho un corte y que le daba vergüenza enseñármelo. En realidad, estaba demasiado pasado para darle ningún tipo de importancia a aquello, así que hicimos el amor y luego nos quedamos dormidos. A la mañana siguiente, cuando salí de aquel edificio, lo hice convencido de que no quería volver a verlo. Pese a su dinero y a que me parecía un hombre atractivo, no había habido chispa.

Aurora trató de convencerme para que continuara saliendo con Jim, recordándome que se trataba de un muy buen partido. “Podrías irte a vivir con él y encargarte del edificio”, dijo con una cierta vehemencia. “Se te acabarían todos los problemas. Podrías dedicarte a escribir a tiempo completo, Santiago.”

Algo me decía que, si le hacía caso, nunca más volvería a escribir nada.

Pasaron un par de años en los que me sumí en una inactividad densa que se expandía cada vez más, como una laguna de lodo. Aurora y su mundo se convirtieron en el epicentro de mi existencia. Por mucho que escribiera, todo lo que salía de mi imaginación parecía muerto. Aurora empezaba a plantearse la redacción de una novela sobre Catalina la Grande. Leyó numerosos libros sobre la época y su conversación se empezó a llenar de anécdotas sobre la corte imperial rusa. Por mi parte, cada vez me sentía más encallado en el mundo. Muchas noches, después de salir de casa de Aurora hasta arriba de coca, me iba de ligue por los bares del Village. Pese a que tenía pánico de contraer sida, no podía dejar de ser promiscuo. Muchas de las mañanas que sucedían a aquellas noches en casa de Aurora, sentía cómo crecían en mí impulsos suicidas. Una parte de mí deseaba contraer la enfermedad y morir, como había pasado con muchos de mis amigos.

Unos días antes de Navidad, pasé por el apartamento de Aurora. Al cabo de un rato, empezó a sentirse inquieta y me dijo que le apetecía salir a dar una vuelta. Aquello era muy extraño: en todo el tiempo desde que nos conocíamos, tenía la sensación de que jamás había salido de su casa. Aquel diciembre, un cometa iba a cruzar el cielo de la ciudad, y aquel espectáculo no se repetiría hasta dentro de doscientos años. Aurora quería ir hasta el muelle que hay al final de Christopher Street para verlo.

El vestíbulo de su edificio estaba decorado con numerosos renglones de alegres luces navideñas. Aurora se detuvo antes de salir. Observó el vestíbulo con sumo detenimiento e hizo una mueca de asco. “¿Quién les ha dado permiso para hacer esto?”, gritó. “¿Cómo se atreven a hacer esto sin mi consentimiento?”. Me quedé de piedra, por miedo a que alguien pudiera llegar y ser testigo de aquella escena. Estaba a punto de decir algo, de tratar de distraerla, cuando Aurora agarró uno de los renglones de luces y lo arrancó de la pared. A continuación, se lanzó a las otras paredes, aullando, arrancando todas las luces. Los cables eléctricos empezaron a volar por el vestíbulo, creando una explosión de chispas y descargas eléctricas. Montones de bombillas de colores empezaron a estallar a nuestro alrededor. Empecé a temer que moriríamos electrocutados. Aurora entonces cruzó el vestíbulo y salió por la puerta del edificio, dejando tras de sí una madeja de cables de los que todavía saltaban chispas. La seguí. Cuando estuvimos en la calle, se giró para observar por la puerta de cristal todo el caos que había causado. Yo estaba temblando por los nervios, espantado tras aquel episodio. “Parece como si hubieras visto a la Muerte”, dijo Aurora, y empezó a reírse a carcajadas, con una risa cargada de tristeza. Los sonidos que salían de su boca parecían, en realidad, un repiqueteo funesto.

La parte de mí que quería vivir decidió que había llegado el momento de poner algo de distancia entre nosotros. Pero dejar a Aurora no iba a ser fácil. Era como una adicción que no podía quitarme de encima. Cada día, cuando caía la noche, sentía su llamada, un canto de sirena que se me hacía irresistible. Sin Aurora, no sabía cómo llenar mis noches. Además, echaba de menos sus drogas. Pero algo me decía que me convenía distanciarme de ella cuanto antes.

Aurora me llamó por teléfono para anunciarme que dejaba la ciudad durante unos meses y no hizo mención del hecho de que no la había ido a ver durante un tiempo. Dijo que un amigo suyo se iba a Europa por unos meses y que le había dejado las llaves de su casa en los Hamptons para que se trasladara allí todo el tiempo que quisiera. Aurora había alquilado su apartamento por bastante dinero y parecía muy ilusionada, porque a su agente le había gustado mucho su idea de la novela sobre Catalina la Grande, y estaba convencida de que podría conseguir un suculento adelanto si Aurora escribía un par de capítulos y un desarrollo de la trama. Nunca la había oído hablar con tanto entusiasmo sobre su obra, a excepción de la que había publicado en el pasado. “Si lo hago, podría dejar de traficar”, dijo. “Estoy cansada de esta vida.” Me alegré por ella, de que hubiera encontrado una manera de escapar de la ciudad y de su estilo de vida, y también de que tuviera nuevos proyectos literarios. Aurora me exigió que le prometiera que la iría a visitar en unas semanas, después de que ella hubiera avanzado con su proyecto.

No tuve noticias de Aurora en unos meses, y tampoco traté de ponerme en contacto con ella. Cada vez que pensaba en ella, la imaginaba encerrada, trabajando. A finales de primavera, un amigo me invitó a los Hamptons a pasar el fin de semana. Llamé a Aurora, que parecía muy contenta de escuchar mi voz, e hicimos planes para vernos. Era un fin de semana frío y lluvioso. El sábado por la tarde, salí de la casa de mi amigo y me dirigí, a pie, hasta la de Aurora. Ella me había hecho creer que estaba en una elegante mansión, pero lo que me encontré era una casita de campo destartalada que necesitaba una restauración urgente. Llamé a la puerta. Nadie contestó. Como la puerta estaba entreabierta, asomé la cabeza y llamé a Aurora. “Santiago”, escuché su voz al otro lado de la casita. “Entra. Estoy en el dormitorio.”

Era una casa oscura, con las cortinas corridas. Costaba respirar: la casa olía a moho y a orín de gato. Atravesé la casa hasta el final de la salita, siguiendo una luz que conducía a un pequeño vestíbulo, que antecedía al dormitorio donde encontré a Aurora, tumbada en la cama. Su aspecto era horrible. Tenía apoyada la espalda en almohadas contra la pared y vestía un camisón con manchas de comida y numerosos agujeritos causados por los porros que fumaba distraídamente. Estaba sucia e hinchada. Esparcidos por la cama, había periódicos y revistas abiertas, y cajas de comida china podrida. El olor del cuarto era repugnante. En la mesita de noche había una botella medio vacía de Jack Daniel’s y una bolsa de plástico llena de marihuana. Y un enorme cenicero que nadie se había molestado en vaciar durante varias semanas. La televisión estaba encendida, pero sin volumen.

“Oh, Santiago, estoy muy contenta de verte”, dijo. “Puedes quedarte conmigo todo el tiempo que desees.” Parecía tener dificultades para hablar.

Me senté en una butaca, junto a un gato que apenas reparó en mi presencia. Charlamos un rato sobre la vida en la ciudad. Finalmente, le pregunté: “¿Cómo va la novela?” Mantenía la esperanza de que continuara escribiendo.

“No te has enterado de la noticia, ¿verdad?” Aurora empezó a llorar. De su pecho congestionado surgían unos sonidos espantosos. “Jim ha muerto”, dijo, entre sollozos. Me golpeó fuerte escuchar ese nombre. “Lo siento”, dije. “Te hará mucha falta. ¿Cuándo murió?”

Tiró las manos hacia arriba, exasperada, como diciendo qué importa cuando murió. “Hace dos meses. Murió de sida y no me dejó un centavo. Me mintió. Me dijo que me lo dejaría todo a mí. Pero al final no me dejó nada, el muy desgraciado”, siseó.

“No sabía que tenía sida”, dije, sorprendido.

“¿Cómo no podías saberlo, Santiago? Hace años que estaba enfermo. ¿No viste el sarcoma de Kaposi en su pecho cuando se acostaron? Espero que tuvieras cuidado. Espero que tengas cuidado cuando tienes relaciones sexuales.”

Entonces comprendí por qué Jim no se había quitado la camisa aquella noche. Lo que me costaba entender era que Aurora me hubiera animado a tener sexo con él sin avisarme. Finalmente, comprendí la auténtica naturaleza de su relación: Jim era demasiado tímido como para conocer a hombres por su cuenta, así que Aurora le enviaba los gays que conseguía enredar en su telaraña. A cambio, Jim le compraba montones de coca y le prometió que la haría rica cuando muriera.

“Creo que necesitas algo fuerte”, dijo Aurora.

Rechacé su oferta. Entonces ella armó un porro y empezó a fumárselo, pero tampoco quise probarlo. Lo único que quería era salir de allí cuanto antes. Empecé a sentir náuseas. Dije que tenía otro compromiso y que tenía que irme, pero que volvería a visitarla antes de regresar a la ciudad.

“Pasa por aquí mañana por la noche”, dijo. “Prepararé algo de cenar. Será la excusa perfecta para salir de la cama. Además”, anunció para tentarme, “mañana me llega un envío de primera.”

Nunca más volví a ver a Aurora. A veces, a lo largo de todos estos años, había pensado en ella y había sentido la tentación de llamarla por teléfono para saludarla, para saber qué estaba haciendo. Cada vez que pasaba por las calles del West Village, pensaba en ella, aunque sabía que era casi imposible que me la encontrara caminando por la calle. Un día, un amigo me contó que había visto a Aurora en el cruce de la Sexta Avenida y la Calle Ocho. Comentó que su cabello era de un blanco ártico pero que su cara seguía siendo fina, sin una sola arruga que la marcara. “No parecía la cara de un ser humano”, comentó, “sino de una especie de muñeco de cera.”

Me levanté de la butaca, agarré mi abrigo y mi maletín, apagué las luces y salí de mi despacho. Aquella tarde apacible tocaba, lentamente, a su fin. Atravesé Riverside Drive y bajé la escalinata que lleva al parque. Había llegado la primavera: los árboles estaban vestidos de pálidas tonalidades verdes. Los pájaros volaban, felices, mientras el día se apagaba, contentos por la llegada de la estación de la abundancia. Me senté en un banco. Más allá del parque, al otro lado de la autopista, las aguas uváceas del Hudson fluían sin parar, susurrando una y otra vez la misma vieja historia de la ciudad y de sus gentes.

Traducción del inglés: Isaías Fanlo

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