Capítulo VIII
Inquietude
Estimado lector, quería compartir con usted una anécdota que me preocupó mucho y le describiré lo que me ocurrió la misma tarde después de mi entrevista con Bianca.
Me despedí de ella porque ambos estábamos cansados, lo que intenté ocultar a sus ojos para que no notara mis posibles debilidades emocionales.
Volví a casa y hasta mi chófer notó mi cansancio.
Intenté escarbar en mi interior para comprender qué sufrimiento estaba experimentando. Estaba emocionada, pero conseguí explicar que la oleada de emociones tras escuchar todas aquellas noticias sobre mi Príncipe me había debilitado.
Lo primero que hice al entrar en casa fue desnudarme por completo.
Me gusta tener total intimidad conmigo misma y desnudarme me resulta terapéutico para relajarme.
Primero me quité el chaleco, luego la corbata, la camisa, el cinturón y los pantalones. Por último, calcetines y ropa interior.
Coloqué la ropa sobre la cama de forma ordenada y, tras apilarla una encima de otra, la metí en el cesto de la ropa sucia.
Entré en el salón, donde una buena botella de whisky me sentaría más que bien; al apoyarme en la encimera de la barra, sentí el frescor del mueble en mi pene.
Miré hacia abajo y lo admiré, luego empecé a mover la pelvis, viendo cómo mi miembro rozaba la madera.
Observé y sonreí al ver el comienzo de una erección, y pensé – ¿Le habría gustado a mi príncipe? ¿Me habría deseado? –
Me preguntaba si mi pene erecto sería igual que el suyo en ¡posición de descanso!
Me moví con la idea de empezar a masturbarme y me dirigí al sofá, pero por el camino me asaltó un dolor; no algo torácico que te obliga a ahogarte, no un desmayo que te deja sin fuerzas y confuso.
Estaba completamente tranquilo y relajado, pero sobre todo consciente, cuando sentí que me congelaba, me arrodillaba y caía pesadamente sobre la alfombra en medio del salón.
Nada más llegar a casa, había despedido a mi chófer, también estaba sin criados, el piso de debajo del mío estaba vacío… qué burro, querido lector.
Nadie pudo oír el ruido sordo que hice al caer.
Estaba inmóvil, sólo podía ver lo que tenía delante porque mis ojos estaban inmóviles.
Un bloqueo psicosomático, pensé.
Era como un vegetal que observa y siente, pero no puede manifestar sus emociones de forma natural.
Al principio vi que la habitación se disolvía.
Luego las luces penetrando por la ventana. Finalmente la alfombra.
Todo se volvió oscuro.
Era como si estuviera suspendido en el olvido, pero sentía el peso de mi cráneo en la mejilla, obligándome a permanecer pegado al suelo, igual que mi cuerpo.
Incluso sentí que mi erección llegaba a su fin, en contacto con la alfombra.
Empecé a ver algo a lo lejos.
Una luz azul… inmóvil pero palpitante.
Podía ver sombras que pasaban por delante de mí, pero era como ver formas cilíndricas que se deslizaban verticalmente a izquierda y derecha sin ningún movimiento fluido.
Oí voces, confusas y superpuestas, algunas graves, otras susurradas, y de repente un grito de mujer se impuso y todo se desvaneció lentamente hasta que la sala de estar empezó a reaparecer y yo reanudé mis funciones motoras como si todo aquello nunca hubiera sucedido.
Me levanté de nuevo. Me miré a mí mismo. Me acurruqué en la alfombra y vi el vaso tirado en el suelo a mi lado, afortunadamente no roto.
Obviamente el whisky se había derramado por todas partes.
Me agaché para recogerlo, me di la vuelta y di unos pasos para colocarlo sobre la mesa.
Tambaleándome, no por lo que había pasado sino por el dolor que sentía en el hombro y en la rodilla sobre la que había caído, fui al baño.
En el silencio del viaje pensé en el lugar donde me dolía.
Era el mismo hombro sobre el que había aterrizado al caer.
Ese día estuve a punto de ser atropellado por esa mujer.
Me reí de ello, pero en el fondo lo pensé de verdad.
Llegué al cuarto de baño pero no encendí la luz; abrí el grifo y en cuanto hubo una buena cantidad de agua me mojé la cara, sacudí la cabeza y me enjuagué.
Me levanté de nuevo, con toda la cara chorreando, y sólo entonces me miré al espejo.
Me quedé petrificado durante unos segundos.
Era yo, pero había algo anormal en mi aspecto.
Sin dejar de mirar fijamente y achacándolo a la penumbra, sonreí ante la escena que tenía ante mis ojos, pero incluso allí me di cuenta de que mi expresión no se correspondía con mi rostro.
Levanté la vista y noté que el color de mi pelo parecía más claro.
Con la velocidad del rayo encendí la luz del espejo del baño.
El cambio de la oscuridad a la luz me hizo cerrar los ojos durante unos segundos y, en cuanto volví a abrirlos, vi que mi cara era la misma de siempre… sin cambios.
Volví a sonreír: ¡era yo!
Culpé a la oscuridad.
Abrí la puerta de la ducha. Tuve que lavarme porque estaba lleno de pelusa de alfombra.
No podía quedarme así, querido lector.
Dejé correr el agua caliente y luego me di una gratificante ducha, en total relajación.
Cuando terminé y me sequé a conciencia, aún desnuda como me gustaba estar en soledad, volví al salón.
Quería beber ese whisky que tanto había deseado antes de mi défaillance.
Vertí lo justo en el vaso para mantener la mente despejada y al final, querido lector, confieso que pasé de largo ante los muebles porque estaba convencida de que todo iba a repetirse.
Cuando me calmé, pude sentarme en el sofá y relajarme.
Tomé el primer sorbo y coloqué el vaso en la mesita que tenía delante.
«Cigarrillos. Los olvidé, joder».
Tuve que levantarme para cogerlos.
Así lo hice y, cogiendo también el mechero, volví al sofá.
Sentado con los brazos extendidos sobre el respaldo, estiré las piernas bajo la mesita y pensé: «Ahora podéis crucificarme» y sonreí pensando en la mierda que se me había pasado por la cabeza.
Mirando al techo, reflexioné sobre lo que me había ocurrido antes.
¿En qué dimensión me estaba imaginando mi mente?
¿Por qué me parecía tan real que estaba flotando en la nada y por encima de todo… esas luces, esas sombras, esos susurros y finalmente ese grito de mujer que desapareció junto con todo lo demás?
¿Qué debía entender?
¿Quizá era un mensaje enviado a propósito por las fuerzas del Universo para hacerme comprender algo?
¿Era la misma fuerza que hacía que aquellos chicos que animaban a Alberto repitieran su nombre tras mi deseo de confirmación?
¿Por qué ahora me sentía tan extraño?
Fue allí, mientras estaba absorto en mis preguntas, con la cara vuelta hacia el techo, cuando sentí un placer tembloroso y tranquilizador que uno sólo puede experimentar cuando está fuertemente excitado.
Querido lector, tuve que reanudar lo que antes había querido hacer y me habían impedido.
Empecé a tocarme el cuello y luego bajé hasta el pecho, jugando con mis pezones y empezando a jadear.
Luego deslicé lentamente la mano hacia abajo y llegué a mi ombligo.
Decidí mirar mi erección y empezar a darme placer con la mano.
Tan pronto como mis ojos vieron mi pene, vi…. querido lector, tiemblo incluso ahora… una figura amorfa en cuclillas con su cara apretada contra mi ingle.
Mi pene estaba completamente dentro de su boca.
Di un salto hacia atrás y debido al fuerte empujón me volqué con todo el sofá.
Permanecí escondido en una especie de trinchera, con el sofá haciendo de escudo.
Me acerqué, me levanté y miré hacia allí.
No había nadie.
– Qué coño me está pasando – pensé, querido lector.
No dormí en toda la noche después de los acontecimientos que ocurrieron mientras estaba en la casa.
Estaba nerviosa, asustada, desatenta.
Luché por llenar mi subconsciente de buenas intenciones y no pude hacer nada para volver a centrarme.
Creo, querido lector, que me he fumado un paquete de cigarrillos en menos de tres horas.
Ya no podía contener la angustia que perturbaba mi alma.
Encendí el portátil y transcribí todo hasta el más mínimo detalle, para que mi mente pudiera recordarlo.
Se quedaron grabadas en mis neuronas y las escribí de improviso y, por primera vez, sin errores en la descripción de lo sucedido.
Guardé el portátil y me dirigí al dormitorio.
Abrí el armario y empecé a sacar mi ropa y a dejarla sobre la cama.
Combiné camisa y pantalón, chaleco y corbata y, por último, chaqueta y pañuelo de bolsillo.
Para mi asombro, que casi se convirtió en enfado, no pude elegir las combinaciones.
Volví a intentarlo, pero nada, no había forma de hacer coincidir las combinaciones.
Al final, y fue la única decisión que tuve que tomar, sólo llevé un tono… ¡el negro!
Sí, genial, pensé para mis adentros, nada mejor que un traje negro; el tono que alude al control, la severidad, el dominio, la arrogancia y el poder.
Además, me puse una camisa negra y una corbata.
El pañuelo de bolsillo era lo único que quería romper.
Elegí un bonito burdeos brillante combinado con un cinturón del mismo color.
Envié un mensaje a mi chófer, creo que eran las cuatro de la mañana.
Por primera vez elegí la humanidad, algo que nunca había hecho con este hombre, ya que mi uso habitual era utilizarlo como esclavo.
No era habitual que le pidiera disculpas en el mensaje, pero era más que justo hacerlo.
Me contestó casi de inmediato, quizás tampoco había dormido, pero poco importaba su vida privada, sólo me interesaba verle hacer el trabajo por el que estaba bien pagado.
Respondió: «Estaré con usted en media hora, señor».
En primer lugar, la cortesía.
Le había entrenado bien para que fuera educado y servicial conmigo.
Ya estaba preparado cuando el tono de llamada de mi móvil anunció el mensaje de respuesta.
Opté por salir al balcón.
Encendí otro cigarrillo.
Tras dar una calada y expulsar el humo, me atreví a pasarme la lengua por el paladar, pero no entendía por qué tal acción me producía asco lo que estaba saboreando.
Me obligué a tirar el cigarrillo aún entero, escupiendo la saliva para eliminar el extraño sabor que se había formado en mi boca.
Fui al baño y me enjuagué con enjuague bucal.
Luego volví a saborear la sensación de mi lengua en el paladar.
Nada, no podía deshacerme de ese sabor extraño, como si fuera medicina.
He oído el timbre.
Me acerqué al interfono, descolgué el auricular y dije: «¡Ya voy!», y desde el pequeño altavoz respondió la voz de mi chófer: «Le estoy esperando, señor».
Cogí las llaves de la entrada.
Tecleé el código de la alarma y comprobé que llevaba conmigo el móvil, la grabadora de bolsillo y la cartera.
Salí de casa.
Cerré la puerta tras de mí y, en el silencio del edificio, oí claramente el cierre automático, señal de que la alarma ya se había activado.
Bajé las escaleras en silencio, para no molestar a los vecinos.
Abrí la puerta y mi hombre estaba esperando junto a la puerta trasera del coche.
Estaba a punto de abrirla, pero le detuve.
Le dije: «Sólo por esta vez quiero sentarme a tu lado.
Yo abriré la puerta, tú conduce».
Vi la expresión de asombro de mi chófer, pero permanecí completamente indiferente.
Que piense lo que quiera, querido lector, no debía, no podía permitirse darme más confianza que esa.
Elegí sentarme en el asiento delantero sólo porque no quería que me volviera a atacar una enfermedad, de modo que si alguna vez volvía a sentirme mal, él se apresuraría a acudir al hospital para ayudarme.
«¿Señor?», dijo.
«¿Qué pasa?»
«¡Sólo para saber dónde tengo que llevarte!»
«Al mismo lugar que ayer. Me acompañarás hasta allí y luego te irás a casa a dormir.
Me pondré en contacto contigo si alguna vez te necesito».
Ambos permanecimos en silencio todo el camino.
Llegamos a nuestro destino, esperé a que el coche se detuviera y me bajé.
Antes de cerrar la puerta, me incliné para mirar a mi chófer: «Ve a descansar», le dije, «y… muchas gracias».
Sonrió y asintió.
Cerré la puerta y me volví para mirar la ventana del local que había alquilado.
Entré y subí sin problemas.
Más tarde presentaré una reclamación a la empresa de alquiler.
Expresaré mi descontento sabiendo que el lugar es totalmente inseguro.
Entré en la sala de entrevistas y, quitándome la chaqueta y poniéndola en el perchero, intenté encender otro cigarrillo.
Me prometí no repetir el experimento de la lengua y, milagrosamente, esta vez conseguí fumar con gusto.
Me asomé a la ventana y miré al patio.
¡Me quedé allí!
Llegó el día.
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Ànemos Entelechìa es la historia de un hombre joven, guapo y condenado, contada a través de una investigación dirigida por un hombre enigmático, que te catapulta a un mundo de batallitas, encuentros promiscuos y locuras en tu inconsciente. Comienza la historia, estás llamado a escuchar. El hombre enigmático tiene el poder de poner sus pensamientos en tu cabeza, te hará preguntas, estudiará en tu inconsciente. Y no lo entenderás. Es un Humphrey Bogart nostálgico, tan ávido de saber que estudiará cada movimiento para descubrir la historia de Alberto: «su príncipe», elevado a icono consagrado al mal, que enriquece su propio ego fundiéndose en un todo, en una trama de la que tú formas parte. Alberto es el chico de al lado, un poco buen chico y un poco monstruo de sí mismo: un guapo y un maldito. Corresponderá a nuestro interlocutor averiguar qué le ha ocurrido al joven, y lo hará agotando a la misteriosa Bianca Rossi acorralándola con todo tipo de palabrería. Ella luchará con uñas y dientes con su intelecto hasta el final para no revelar la verdad. Dos misteriosos entes sacarán a la luz las ansias más profundas del protagonista, nuestro joven, aquellas que habitan en lo más recóndito de la mente humana. Es una lectura interesante, cáustica, mordaz, un viaje codo con codo con nuestro enigmático personaje. La historia se desarrolla como una investigación y poco a poco se convierte en experiencias que harán las delicias de las perversiones más profundas. No faltará el anhelo de afecto, un amor que está más allá de toda lógica y… una nueva vida salvada a pesar de la crueldad humana.
¡Gracias, Francesco! por tu atenta lectura, nos has compartido una reseña concentrada del libro.
Una novela original de un buen autor Orazio Massimiliano Riggio. Anemos Entelechia. Una historia perversa, llena de sentimiento y amor tóxico, junto con una profunda inmersión en el hombre, impregnado de alma, mente y espíritu no siempre orientados en la misma dirección. La lectura que hago de ella es la de una narración casi nietschiana, donde el bien y el mal se observan con igual ineluctabilidad. Dentro del Amor más fuerte, puede haber lugar para un Mal cínico, portador de autodestrucción. De la misma forma, el Mal más perverso puede encontrar espacio en la complejidad de la Existencia Humana, sin por ello amortiguar la Realidad. En cierto modo el autor me recuerda a Pajtim Statovci, pero sin llegar al existencialismo cruel del autor kosovar.
Bravo Orazio, para terminar no adelantaré la trama, que se extiende como un noir muy emocionante y donde los personajes, con los que uno se encariña, viven sus existencias intensa y libremente.
Creo que la clave de la interpretación reside en la complejidad humana.
Lo que pueden parecer «lagunas narrativas» en realidad cobran sentido al final del libro.
Libro magistralmente escrito, lleno de giros y sorpresas
Hiperbólicamente perversa, tiene algo interesante que engancha hasta el final. Recomendable.
Un libro impactante que atrae al lector. en las aventuras del protagonista, llevándote a lo más profundo de ti con un hermoso final sorpresa. ¡¡No te lo pierdas!! Irresistible