Desperté el domingo por la mañana para ver si el chico también había despertado ya. No hacía tanto frío como otros días, entonces era un buen plan. Ya con los ojos bien abiertos, le mandé un mensaje que respondió casi de inmediato. Le dije que pasaba por él en más o menos cuarenta minutos. Me hice wey un rato en la cama y después me hice una chaqueta. De esas veces que no quieres salir de la casa todo jarioso. Cuando me vine ya se había hecho muy tarde. Me vestí en chinga, agarré mi tapete, un bote de agua y una barrita para comer en el camino antes de la clase.
Lo encontré unos cinco o diez minutos más tarde de lo que quedamos. Estaba parado en la esquina, claramente recién bañado y peinado. Colombiano, castaño, de estatura media y muy delgado. Casi un Bratz. Un acento súper paisa. Se subió al coche y nos arrancamos. Me contó cómo terminó su día aquella vez que nos vimos en la tarde. Casi sin darme cuenta, llegamos en muy poco tiempo al lugar de la clase. Sin saber muy bien si, en efecto, había clase ese día, entramos al estacionamiento después de que el guardia nos lo confirmara.
Una vez que nos estacionamos le dije al colombiano, “¿entonces, nos damos un toque antes de entrar a la clase?”. Saqué la cajita de aluminio repujado oaxaqueño y de ahí un porro. Le dimos unos dos jalones cada quien y entramos a la clase que ya había empezado.
Rápido, los dos pusimos nuestros tapetes casi a la entrada de la sala, que tenía unas paredes interactivas que proyectaban cielo, nubes, estrellas, atardeceres… El profesor, al frente en una tarima, ya dirigía los ejercicios de respiración a una multitud. Me uní a la clase. Intentaba concentrarme pero, al estar muy cerca de la entrada, cada que llegaban personas yo sentía que en cualquier momento podría entrar Yellow. Una vez le conté que había descubierto este espacio y le dije que quizá podríamos venir juntos algún día.
De pronto ya estábamos en el saludo al sol. Primero, con variaciones sencillas. Yo practicaba yoga bastante seguido así que hasta cierto punto sabía hasta dónde podía llegar. Nunca me había sentido tan conectado conmigo mismo en una clase. Lo estaba haciendo con una flexibilidad que nunca antes había tenido. Todo con los ojos cerrados. Y dije “Wow, con razón me decía que se daba un toque antes de hacer yoga. ¿Qué tan yogui será? Seguro si tiene más experiencia en esto que yo. ¿Será que por eso tiene cierto grado de espiritualidad?”
Tadasana. Hatasana. Uttanasana. Plancha. Chaturanga. Perro mirando hacia abajo. Pierna hacia adelante. Tadasana. Así una y otra vez con sus respectivas variaciones para incrementar la dificultad y calentar todo el cuerpo. El ritmo era incesante. El profesor iba rapidísimo, sin dejar casi tiempo para el descanso.
No sé cuántas repeticiones ni cuántas variaciones llevábamos. Lo que sí sé es que comencé a sentirme bastante pacheco. Incluso, variaciones que sé que puedo hacer, que sé que controlo, preferí no hacerlas y quedarme en las de principiante, sentía que algo en mi equilibrio estaba limitado.
De pronto, después de la posición de Guerrero 1, los ejercicios comenzaron a enfocarse en soltar la cadera. Con la pierna derecha hacia enfrente, las dos palmas de las manos en el piso a la altura del pecho y la pierna izquierda atrás, el ejercicio consistía en que pudiéramos llevar el piso pélvico lo más abajo posible. Empujar la cadera. Luego, teníamos que rebotarla, impulsándonos un poco con la rodilla de la pierna que estaba echada hacia atrás. En eso me imaginé un culo bien parado justo en donde estaba rebotando mi cadera. “No mames, con razón me metía unos cogidones… Literal es poner todo el peso de tu cuerpo en el piso pélvico… Con razón la sentía tan adentro siempre… De hecho así se acomodaba, dejaba una pierna apoyada en el piso, la otra arriba de la cama y él solo rebotaba la cadera y, puta wey, con razón así logró hacerme venir por el culo tantas veces… Sí es más yogui que yo entonces”.
Volteé a ver al colombiano y pfff… que sexy se veía haciendo lo mismo. De verdad, como si también tuviera un culo bien empinado debajo de él. “Puede ser que ahorita saliendo de la clase le diga que vayamos a mi casa a que me ponga en cuatro y se ponga a rebotar en mi culo… Pero no es tan grande… No es Yellow. El colombiano ni de pedo alcanza a tener una pierna apoyada en el suelo y la otra pisándome la cara para romperme el culo… No me alcanzaría a besar en esa posición. Ni después voltearme por completo con tan solo el movimiento de sus piernas como si fuera ninja porque tampoco es bailarín… Uff, la sesión de yoga en la que rebotamos la cadera como bailar tango al ritmo de un cajón que no cierra…”
Entonces de pronto las repeticiones del saludo al sol habían parado. Todos estábamos de pie viendo al profesor. Pidió que alzaran la mano si estábamos muy cansados, bien o si estábamos totalmente frescos. Yo no sabía qué estaba pasando, pero aun así levanté la mano con el grupo de personas que dijo que se sentían bien. El profesor siguió con la postura del árbol y cuando lo intenté las luces de los atardeceres en las paredes me marearon. Se veían como destellos amarillos y dejé de escuchar la música y las instrucciones. Dejé de hacer lo que estaba intentando hacer y me senté. Todo daba vueltas. La señora de al lado me preguntó si estaba bien. Le dije que me había mareado. Me dio un chocolate, en cuanto sentí que me reanimó pensé en salirme a comer.
Guardé mis cosas en chinga. No se veía para cuando iba a terminar la clase. La señora me preguntó que si quería más chocolate. Le dije que no, que iría al restaurante de arriba. Me preguntó si estaba seguro, que si no le podía llamar a los paramédicos del lugar. Le dije que no. Le avisé al colombiano que me saldría de la clase, que necesitaba comer algo y que lo esperaba en el restaurante.
Al salir, le pedí a la chica del mostrador que me resguardara mi tapete. Me vio raro y me preguntó si estaba bien. En eso yo di un tumbo hacia atrás y ella hizo un movimiento como para detenerme pero no fue necesario.
Caminé hacia el elevador. Subí. Sus cuatro paredes eran de cristal. El movimiento de las luces entre piso y piso me marearon todavía más. Llegué al piso del restaurante. Sentí un retortijón en el estómago. Quise apurarme para llegar al baño… Pero sentí que mi mirada se fue en picada y todo se puso negro.
De pronto sentí mi cara contra algo duro… Sentía que había algo aplastándola, como si me pisaran. Una sensación de descanso o relajación. Sentía mi culo bien empinado, bien paradito… Y yo gemía… Era él, encima de mí, rodeado de muchas luces, cálidas y amarillas como las de mi cuarto… Rompiéndome el culo mientras me veía a los ojos con esa mueca retorcida que me decía que yo era suyo. Su putito y su amor al mismo tiempo.
Pero no era él. Aquello contra lo que estaba mi cara era el suelo. Aquello que me aplastaba la cara no era su pie, era la mano de un guardia de seguridad que me agitaba con fuerza. No era un gemido, sino un quejido. Nadie estaba diciendo que era suyo, era la voz del guardia gritándome para que reaccionara.
Desperté de la conmoción con una bocanada de aire. Escupí de mi boca un chorro de sangre con los pedazos de tres dientes rotos. No sabía dónde estaba. Llegó el paramédico corriendo y después de tomarme los signos vitales me preguntó por un familiar que pudiera acompañarme y pasar por mi. Y yo aquí solo en una ciudad nueva, con un colombiano de acompañante que estaba de vacaciones y que conocí hace unos días.
Pensé en llamar a Yellow, ¿pero cómo? Él no sólo me rompió el culo. No sólo me hizo su puta. Fui su amor y hoy ya no lo era más… En parte porque yo quise y porque no me quedaba de otra. Me sentía el wey más pendejo de toda Latinoamérica. No podía creer lo que había pasado. Puto imbécil, irresponsable. ¿Cómo se me había ocurrido? Todo lo hice mal. ¿Cómo se habrá visto esa caída desde ojos ajenos? ¿En qué chingados me convertía después de esto?
Cuando recuperé un poco más el razonamiento le dije a los guardias que venía con un chico de una playera azul rey, que quizá estaría al restaurante porque había quedado de verlo ahí. No recordaba el nombre del colombiano en ese momento. Llamé a una amiga dos veces y no respondió. Le llamé a otra amiga y tampoco. Antes de hacer un segundo intento pensé en que si no me respondía iba tener que llamarle a Yellow porque sabía que en muchos sentidos era la persona que necesitaba y que me podía ayudar mejor. No fue necesario, mi amiga al fin respondió.
Las amigas. Siempre las amigas, a pesar de lo que sea, salvando el día. Llegó tranquila, habló con el paramédico y le dijo que me llevara al hospital. Mi amiga no entendía porqué chingados estaba con un colombiano en esa escena. Pero incluso el colombiano, tan lindo, salió con nosotros y nos acompañó.
En el hospital me atendió de urgencias un doctor que te cagas de lo guapo que estaba. Venezolano, alto, barba tupida y cerrada, musculoso, una voz gruesa y profunda. Quizá un barítono. Por un momento se me olvidó que me había roto el hocico y que ya no contaba con el que creo que es uno de mis principales atractivos: mi sonrisa. Pero bueno, el doctor que parecía sacado de un video porno gay, me dijo que no había nada que hacer ahí. Que tuviera suerte encontrando un odontólogo en domingo a medio día para que me reparara los dientes. Al salir del hospital, el colombiano se despidió. Me dio tanta pena haberle arruinado su último domingo en la ciudad.
Mi amiga llamó a una amiga suya que es dentista, pero no tuvo respuesta. Puta madre, estaba que me llevaba la chingada. Busqué en internet, sabiendo que si no encontraba algo iba a tener que llamarle ahora sí a Yellow. Pero, ¿qué le decía? ¿Que ni siquiera podía hablar bien porque ahora tenía el hocico partido y la sonrisa deshecha?
Otra vez, no fue necesario. Encontré una odontóloga que resultó súper linda. Hizo, además, un trabajo buenísimo, como si nada me hubiera pasado en los dientes. Ella no se explicaba cómo es que no me dolía pues el daño había sido tan severo que me había tenido que quitar el nervio de uno de los premolares rotos. Aun así sentía que todo en la encía de arriba se me movía. Que me palpitaba como alguna vez me palpitó el culo después de coger con Yellow. Sólo y únicamente después de coger con él.
Salimos del consultorio. La primera amiga que llamé al fin se reportó y nos ayudó a mover mi coche del estacionamiento donde fue la clase de yoga a mi casa. Yo seguía con una cruda moral gigante. Me despedí de mi amiga que me llevó al hospital y me quedé con la otra. Triste. Encabronado. Ella me decía que afortunadamente no pasó nada más grave. Y yo “sí, como ponerme a llorar”.
Me preguntó si le había avisado a Yellow y le dije que no, pero que una parte de mi quería hacerlo. Pero, otra vez, ¿qué le iba a decir? Ya para qué si ya había pasado todo. Si le llamaba, sólo tendría por decirle que ya no iba a poder enseñarle a cantar a la hora del desayuno porque mis dientes no eran los mismos. Que fue la mota lo que me hizo ponerme así. Que la clase de yoga estuvo pesada pero que quizá él si la hubiera aguantado porque entendí que esa es la técnica que usa para coger tan bien. Que descubrí que es la combinación de técnica y espiritualidad yogui lo que hizo que me diera las mejores revolcadas de mi vida. Qué en realidad quizá fue técnica y la química. Que ojalá hubiéramos ido juntos a la clase para después pasear a su perro en el parque. O le diría que lo extraño, que me siento avergonzado, que por lo menos pude verlo y recordarlo a través de un putazo en el hocico, que caí como tabla, como roca viviente, que espero que vuelva… De la forma en la que sólo nosotros sepamos cómo y porqué. Que volvamos en nuestros cinco sentidos. Que volvamos a ser sin miedo. Que me haga suyo, su amor, o no… Libres. Sin miedo. Le diría que nadie me ha cogido, ni me cogerá como lo hacía él.