Tenías ya cuatro meses muerto, cuatro meses en los que no tenía tu sonrisa al amanecer, ni tu cuerpo cálido cada noche, como cuando hacíamos el amor. Javier, cuánto te extrañaba. No podía ser yo mismo sin ti. Tus camisas me observaban desde el closet cada madrugada, con ojos de monstruo dictándome que no ibas a volver, que ahora ya estabas en un lugar del que nadie sabía.
A pesar de que trataba de rehacer mi vida, en el trabajo todos me trataban con pincitas, como si fuera un niño golpeado. Odiaba la mierda que sentía cuando le mostraba al mundo que era vulnerable, y aunque trataba de ocultarlo, la fragilidad se había apoderado de mí. Solo soy ser humano. Reconozco que dentro de esa debilidad está el deseo carnal que tanto necesitaba en mí.
Un sonido, una burbuja de texto, un instinto. Aquella notificación había llegado una tarde lluviosa en la cual la gente ocupaba los espacios de los cafés en San Miguel de Allende. Ya estaba harto de mí. Quería sentir otro cuerpo. Alguno que me acercara si quiera al paraíso al que me llevabas cada vez que me tocabas.
—¿Entonces qué? ¿Jalas?
Preguntó el usuario.
Contesté que sí, lleno de temor y dudas. ¿Es que acaso te estaba faltando al respeto? Ya sé que alguna vez mencionaste que, si llegabas a faltar rehiciera mi vida, que debería de buscar a alguien más, viajar, ver esas películas que siempre planeamos íbamos a ir a sus estrenos. Solo que no sé si acostarme con alguien a quien desconocía estaba dentro de ese paquete.
—Te veo en una hora en los baños.
Los baños: un sitio dónde abundaba el cruising y los cuerpos sudorosos. Se volvían aún más en el vapor de la sauna. Había ido un par de veces cuando era universitario, cuando recientemente acababa de llegar de mi ciudad de origen, para estudiar una carrera cómo periodista. Aquellos años en los que todo sabía a gloria y juventud, y tú y yo nos habíamos visto por vez primera en la función especial de la película 2001: Odisea en el espacio de Stanley Kubrick, con música en vivo.
—¡Discúlpame! —dijiste nervioso cuando chocamos de frente mientras unas palomitas cayeron entre nuestras suelas.
Y a partir de entonces, no te solté nunca, ni siquiera ahora, después de tu muerte. Tantos planes que teníamos juntos: aquel viaje a Perú que nunca concretamos, la presentación de mi segundo libro, nuestra boda pequeña, solamente con tu madre y tus hermanos como invitados, pues mi familia ni loca asistiría a lo que ellos llamaban una “aberración” cómo la nuestra.
Sin embargo, allí estaba aquel viernes con la decisión tomada. Estacioné el auto en el aparcadero de los baños. El recepcionista me dio una llave con el número del locker y me adentré para dejar mis cosas. Agarré una toalla, coloqué loción por mi cuerpo y amarré el pedazo de tela alrededor de mi cintura desnuda.
Estuve un rato dejando que el vapor relajara mi cuerpo. El vato me había dicho que pronto estaría ahí, en aquel sitio donde otros dos hombres alejados de la lluvia helada, se refugiaban para darle rienda suelta a sus placeres. Estuve inquieto todo el rato. Me seguía sintiendo mal; quizás no era justo ensuciar tu recuerdo de esa forma.
—¿Román? —El hombre ya había llegado.
Me jaló de la mano y nos fuimos a una habitación oscura, dónde de vez en vez las luces rojas del sitio hacían iluminar nuestros cuerpos.
Me arrinconó y comenzó a besarme el cuello; en cambio yo acaricié su cabello y nuestras toallas resbalaron por la humedad. Nos frotamos con fuerza. El tipo olía bien y su cuerpo estaba muy trabajado. Pero tú, Javier, seguías en mis pensamientos, en destellos que sobresalían de toda la oscuridad que me inundaba.
Gemimos mientras el sudor hizo que el acto fuese más rápido, y aunque casi nos resbalamos, pronto terminamos casi sincronizadamente. Me había venido por primera vez con alguien que no habías sido tú después de quince años. No te voy a mentir, me bajoneé bastante, mi moral estaba hundida por los suelos resbaladizos de aquel lugar de lujuria y secretismo. Quizás debí de haberme esperado un poco más…
—Todo chido wey. Ahí te ves —me dijo aquel hombre que había contactado por medio de esa aplicación.
Y en su voz pronto había encontrado similitud con algo, contigo. Pero no eras tú, Javier, no lo eras. Aquellas luces rojas que encendían en fragmentos su cuerpo y el mío, me permitieron ver con claridad, después de mi ceguedad sexual, el tatuaje que tenía en su cuello: el de una serpiente.
Casi me caigo de la impresión. No podía ser. Mi corazón latió como si fuera un caballo desbocado. Ahí estaba delante de mí, aquel hombre que me había hecho gemir, pero también aquel hombre que me había hecho llorar al arrancarte de mis brazos, tu asesino.
Salimos a los vestidores y el lugar estaba ya solo. Tal parece que el otro par de hombres estaba ya en alguna habitación contigua. Tu asesino no me volteó a ver. Cuando me mandó sus fotos, jamás mostró su rostro, pero tampoco su cuello, donde los ojos de la serpiente me miraban salvajemente. Yo estaba asustado.
Todo había sido diferente en cuánto diste tu último suspiro a las afueras de ese bar donde estábamos golpeados. Después de eso, había comenzado mi duelo. Una de las sensaciones más horrorosas de mi vida después de la pérdida del abuelo. Incluso había contemplado suicidarme de mil maneras: tomar pastillas, aventarme a los autos, envenenarme. Ya no quería sentir tanto dolor, ni vivir en un mundo en el que no estuvieses tú, Javier. Habías transformado por completo mi vida.
¿Te pasa algo? —Volteó después de que yo lo contemplaba por la espalda.
Podía ver su pene flácido, que ahora solo me provocaba nauseas. Nos quedamos viendo unos instantes. Me quedé mudo.
—No, nada, es solo que me he mareado un poco —le mentí.
Traté de actuar natural, esperando que no me reconociera. Me dirigí a mi casillero y observé mis cosas mientras él hacía lo mismo con lo suyo desde su sitio. Incluso temí respirar y que me notara, aunque él ya sabía que estaba allí. Dicen que solo tienes pequeños instantes en donde las oportunidades se presentan, por lo que sin dudarlo agarré el champú de mi mochila, toqué su hombro. y, cuando volteó, apachurré el pomo y el líquido salió disparado directo a sus ojos.
—¡¿Pero qué mierda te pasa?! —gritó sofocándose.
Pero ya no había marcha atrás. Tiré un golpe, pero fue tan débil que lo que hice fue caerme yo. Sentí dolor. No me importó. Él seguía quejándose. Me incorporé poco a poco y enredé una toalla a su alrededor. Me mordió la mano. Tenía que pensar en algo más. Corrí hacia mi casillero, y saqué el cargador de mi celular; no se iba a escapar, no. Esta vez iba a poder hacerte justicia, Javier, aunque ya no estuvieras conmigo.
Corrí hacia su lado y vi sus ojos rojos abrirse. Solo me abalancé veloz para enredar el cable en su cuello y apretarlo. Hice varios nudos como pude. Uno más fuerte que el otro. Cuando comenzó a batallar, cayó sobre el filo de la banca de concreto. La serpiente de su tatuaje cerró sus ojos. Una mancha de sangre se formó alrededor de mis pies.
Ahí estaba, la sangre del asesino, manchando los pies del otro que había hecho un acto de amor desesperado. Hui a la regadera para lavarme las salpicaduras. Me cayó el veinte de que ni siquiera le hice saber que había sido en nombre tuyo. Solté un golpe a la pared por eso. Luego de cambiarme, corrí al carro y puse la calefacción mientras lloraba desesperado. No duré mucho pues pronto iban a encontrar el cadáver.
Pasé a un OXXO a comprar un café junto con un cigarro. Luego manejé hasta el mirador de la ciudad. La lluvia había cesado y estuve allí, contemplando las luces nocturnas de la población. Visualicé algunas patrullas a lo lejos; quizás iban a la escena del crimen.
Conté cada una de las estrellas que pude recitar, pronunciando luego de cada número tu nombre… 51 Javier, 52 Javier, 53 Javier. Tendría toda la noche para contemplarlas, hasta que llegara el amanecer. Quizás entonces una estrella fugaz aparecería y lo único que le rogaría como deseo, sería que estuvieras nuevamente a mi lado.