El capitán

Nico Durante (Chile, 1990) lanza las redes del deseo en un caladero homoerótico donde marineros curtidos al sol apuntalan una historia corta que navega entre la tensión placentera y el mar onírico.

El bote, que se llamaba Augusto, partía temprano todas las mañanas, a las 5 cuando el sol todavía no clareaba y la noche estaba más oscura. Jorge llegaba a la caleta donde otros compañeros se preparaban para subir a su propia barca.

Hombres recios, curtidos por el sol y la falta de sueño, con pieles saladas y duras de tanto navegar los océanos. Algunos habían estado en la marina y ya retirados, se dedicaron a ser capitanes de barcos pesqueros. Él, no, él venía de una familia de pescadores. Su tatarabuelo lo había sido, su abuelo y su padre igual, a él no le quedaban más opciones que salir a la mar a recoger lo que las entrañas líquidas regalaban día con día.

Fabio, su capitán, era un hombre de unos 50 años, rudo y de talante serio. Pero su pelo dejaba entrever rulos adormilados y secos por el calor y la salinidad de esa agua turquesa que navegaban a diario. Sus labios partidos por la falta de hidratación y el color de su piel de un tono cobrizo que combinaba tan bien con sus brazos fuertes, su abdomen apretado y esas piernas como mástiles.

Él no podía dejar de admirar y mirar a su capitán, su fuerza, los dones que tenía para predecir tormentas y ahuyentar las malas vibras de la mar. Ese radar que tenía incorporado en sus ojos para designar con el dedo dónde es que estaban los mejores lugares para pescar, y siempre le atinaba.

– Hoy nos va a tocar salir solos, chatito. Ramoncito se enfermó y no va a poder venir. Pero nos va a ir bien, la mar está dadivosa hoy y vamos a volver llenos de buenas nuevas – le decía el capitán guiñando un ojo, dejando entrever solo uno de sus ojos color miel y con un mechón de su cabeza cayéndole en la frente.

Y así partieron a la oscura masa de agua, premunidos con redes y arpones, ellos dos. Tal y como lo predijo, la marea les regaló mucho. Tanto, que en un momento no pudieron seguir pescando más y entonces esperaron flotando y meciéndose con el mover de las olas, que saliera el sol completamente antes de empezar el regreso.

El capitán se levantó, lentamente sacó su miembro y empezó a orinar hacia el mar. Él no se había dado cuenta que estaba embobado mirándolo y una erección comenzó a desplegarse.

El capitán lo vio de reojo y mientras seguía eyectando orina y tambaleándose con el mar, empezó a mover su mano como las olas. De adelante hacia atrás, primero lento, dejando de ver una cabeza rosada, gorda, desproporcionada con el resto. Ya sin orina, se volteó hacia él y siguió tocándose, esta vez su mano bajaba hasta la base y palpaba sus testículos, grandes, tiesos.

Él no se había dado cuenta que estaba masturbándose frente a su capitán. Lo había hecho de manera inconsciente, y pensó que era uno más de sus sueños, esos que tenía casi todas las noches donde imaginaba que era penetrado por el capitán, castigado por ser un poco hombre, abofeteado y humillado. Despertaba siempre a mitad de la noche y corría al baño a saciar su sueño, con una mano en su miembro, y otra en su boca, para no hacer ruidos de placer y no despertar a nadie de la casa. Que nadie descubriera su vergüenza.

Pero esta vez era real.

Ven, le dijo con una mano, cuando ya el cielo empezaba a clarear y las facciones de la cara del capitán eran de una hermosidad bestial, cual ángel de las tinieblas que busca volver a la santidad. Ven, no tengas miedo, le volvió a decir cuando él, todavía con la mano bajo el pantalón y moviendo su miembro erecto fue incapaz de moverse.

Y entonces fue el capitán quien se acercó. Primero lo tomó de su brazo izquierdo, fuerte, como una orden sin pregunta, y lo puso frente a sus labios. Podía sentir el olor de su saliva agria, y su respiración agitada, excitada.

Le tomó una mano y lo forzó a tomarle su pene duro, gigante, húmedo. Él empezó a mover hacia atrás y adelante rápido, ansiosamente. Mientras el capitán echaba sus rulos hacia atrás y abría la boca de placer dejando salir vapor el frío que hacía allí.

Después llevó su mano hacia el pantalón de él y tocó sus nalgas de adolescente aún, tersas, frías, suaves. Metió un dedo completo primero, y luego dos. Fue fácil, él ya estaba completamente humectado con ese sudor previo a la penetración.

Bruscamente lo giró sobre sí y le arrancó sus pantalones hasta la rodilla. Le tomó el pelo y bajó su cabeza, lo que hizo que quedara con sus dos brazos apoyados sobre la proa del bote, justo al lado de unos pescados que ya no daban señales de vida.

Primero le besó el cuello, luego lo mordió y apretaba su cintura con desesperación. Él empezó a hundir sus uñas en la madera añosa del bote y le imploraba que lo hiciera, que abriera dentro de él un canal bestial de su río.

Con una mano sujetada alrededor de su cuello, dejándole entrar apenas un poco de aire, el necesario para gemir, y la otra abriéndole las nalgas, el capitán lo invadió. Primero lentamente, como probando, pero luego lo hizo de una vez. ¡Saz!

Él se dobló tanto que sintió que su columna se iba a quebrar ahí mismo. Dejó salir un sonido gutural, desde el fondo de sus pulmones, y el capitán volvió a arremeter una y otra vez. Una y otra vez. Hasta que le tomó sus caderas y apretándolo como si fuese un remo en medio de la tempestad, acabó todo dentro de él y le recorrió la espalda con besos tiernos, de enamorado, hasta donde nacía su espalda. Él apenas podía respirar, apenas podía divisar el mar y si estaba realmente ahí o era otra vez momento de levantarse y correr al baño a terminar lo que su sueño había comenzado.

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