Tenía 16 años. Eran cerca de las seis de la tarde cuando me lo encontré. No tardaba en oscurecer y mamá me encargó que volviéramos a casa temprano, así que fui a las canchas a buscar a mis hermanos. Me gustaba caminar por los terrenos baldíos, siempre estaban menos concurridos. Fue ahí cuando me lo encontré.
Primero pensé que era algún borrachito o un indigente dormido, pero de plano no se movía. Estaba tan quieto que me dio curiosidad. Me acerqué. Lo vi sólo una vez, muy rápido, porque me impresionó demasiado, así que salí corriendo, pero bastó con ese instante para grabarme su imagen, clarita en mi cabeza: estaba boca abajo, con las manos atadas por la espalda con un pedazo de su propia camisa de cuadros; los ojos todavía abiertos, entre sorprendido y asustado; las nalgas al aire, descubiertas, y un tubazo en la cabeza. Supuse que fue un tubazo porque lo tenía enterrado en el culo. Era joven. Tal vez unos veintitantos, pero se veía muy maltratado. Debió ser guapo.
Quise hacer como si no me importara. Corrí hacia ningún punto en específico, me sentía desorientado, asustado. Cuando estuve suficientemente lejos, me acerqué donde escuché niños jugando, buscando a mis hermanos. Los encontré y caminamos a casa sin decir ni una palabra. Al menos, no que yo recuerde. Tal vez ellos venían diciendo cosas, pero yo sólo me quedé pensando. Recuerdo que no cené esa noche, me sentía malo. Tenía ascos. Tampoco dormí bien. Me quedé pensando. No podía dejar de pensar en el muertito. Descubrí que me sentía tan incómodo como obsesionado con esa imagen.
Me quedé pensando qué le había pasado, quién lo había matado y por qué; si le habían metido el tubo cuando seguía vivo, qué habrá sentido. Me pasé la noche haciendo historias; que si era narco, o si se metió con la novia de otro chavo y fue una venganza; o si era uno de esos crímenes pasionales, como los que luego salían en el periódico. Había tantas cosas que no entendía. Sentí un extraño deseo de que el cuerpo siguiera ahí cuando despertara… y así fue.
Toda la mañana estuve pensando en él, con tremenda urgencia de llevar a mis hermanos a las canchas. Mamá ni siquiera me tuvo que pedir que lo hiciera al terminar de comer cuando yo ya estaba listo. Apenas los dejé, volví al baldío con un poco de miedo, no de encontrármelo, sino de que alguien me viera viéndolo. Ahí seguía, en la misma pose, pero más gris, como cenizo, y olía muy feo. Me dio mucho asco al principio, pero poco después me animé a acercarme.
Tenía los labios ya morados y los ojos se estaban inflando como globos. Por lo demás, no se veía tan diferente. Agarré el tubo, lo jalé. Ya estaba como impregnado, el muerto estaba todo tieso. Jalé más fuerte y su cuerpo se movió, cayó del lado y juro que escuché un quejido. Me asusté mucho y corrí de nuevo.
Volví a casa y sentí que necesitaba contarle a alguien. Mamá no iba a querer ir, y seguro iba a terminar regañándome por estar viendo eso; amigos no tenía y mis hermanos estaban muy pequeños. Sólo se me ocurrió Don Pascual, el de la ferretería; era el único con el que más o menos me llevaba, nos teníamos confianza. Me acompañó al baldío, lo vio y fue él quien dijo que debíamos avisar a las autoridades.
Como fui yo quien lo vio primero, me hicieron más preguntas. Por consejo de Don Pascual, dije que lo encontré así, tirado. Para variar, me sugirió callarme. Ahora, me inquieta pensar qué hubiera pasado si hubieran encontrado mis huellas en el tubo y hubiera pasado de testigo a sospechoso. Comoquiera, no fue así, y ambos estuvimos de acuerdo en que era mejor guardarme el secreto.
Nunca fui de muchos amigos, siempre me trataron como alguien raro. Mi única interacción con los niños de la colonia era cuando recogía a mis hermanos en las canchas al volver a casa, pero luego de encontrar al muerto, me volví famoso en la colonia. Los niños llegaban y me hacían preguntas. Que cómo me lo encontré; que si era cierto que tenía un tubo adentro; que si me asusté; que si seguía vivo cuando lo vi. La verdad, me gustó la atención que estaba recibiendo. Por mucho tiempo, fui conocido como el chavo que se encontró al muerto del tubo. Aunque no era poco común que mataran gentes en la colonia, el caso fue medio sonado por las cosas que dijo la prensa sensacionalista; cosas que solo yo podía corroborar mejor que nadie.
Pasaron los años y mi fama fue desapareciendo, pero no el recuerdo clarito del cuerpo de ese chavo. Se me quedó bien clavado, y creo que mamá lo sabía, porque, hace poco, que no encontraba chamba, fue ella quien me sugirió entrar a la morgue del servicio forense. No encontraba empleo en ningún lado, y ella dijo “al cabo que esas cosas no te asustan”. No me pareció mala idea, primero, porque casi no me pusieron trabas y siempre me quedé con muchas dudas por el muerto.
El trabajo es muy simple: soy yo quien recibe a las personas que vienen a reconocer un cadáver y los calma si hace falta; además, una vez que terminan las necropsias, o si no lo requiere, me autorizan que proceda a preparar y limpiar el cuerpo. Aprendí muy rápido. La verdad es que no es nada complicado, sólo hay que perderle el miedo. Y yo no lo tengo, hasta me parece bien interesante ver cómo somos por dentro.
Sólo la primera vez sí me impacté un poco, sobre todo, porque la chava ya venía en estado de descomposición. Olía muy feo, pero una vez que la limpiamos, como nueva. Eso fue lo que más me llamó la atención. Suena raro, pero es como arreglar a un vivo. Nomás le das una manita de gato y queda uno muy presentable. Hasta me gusta eso de mi trabajo: si no los van a incinerar, nos esforzamos porque el cuerpo esté lo mejor posible, para que los familiares del difunto se queden con la mejor última imagen de su ser querido. Nadie debería ver a alguien que ama como yo vi al muerto del tubo; o al quemado que llegó la otra vez. O los ahogados, esos hasta dan asco…
Seguido pienso en el del tubo. Pienso que le doy digno entierro. Me imagino que estoy acomodándolo para que se vea guapo de nuevo, no con los ojos saltones, todo vulnerable, como lo dejaron. El otro día llegó uno que me recordó mucho a él. También se veía bien parecido y no era tan grande. Tenía la cara medio hinchada, porque lo mataron a golpes, pero se notaba que fue guapo. Tenía facciones finas, se notaba del lado no tan hinchado. Además, tenía los brazos bien marcados y el bóxer muy pegado.
Es bien raro eso de las ropas y el aspecto. Uno nunca piensa con qué ropa va a morirse. Hay hasta quienes han llegado sin usar ropa interior. Otros llegan depilados. Como que, hasta después del último momento se aseguraron de verse presentables. Otros, otros parece que hasta en muerte quieren gritarte que no vivieron buena vida: abundan las uñas largas y amarillas, los dientes chuecos o podridos, llagas en el cuerpo; pus, marcas de suciedad de tiempo. Yo no juzgo, nomás los limpio con devoción, como al primero. Lo hago también con la esperanza de que, cuando a mí me toque, me dejen guapo. Que alguien vea mi cuerpo y pueda decir que al menos muerto le gusté a alguien. Bueno, a alguien a quien yo hubiera querido gustarle…
Hace poco llegó Don Pascual. Fue de los deteriorados. De los que ya parecían muertos antes de haber muerto. Primero, sentí feo. Comoquiera, era el único amigo que se podría decir que tuve por aquí. Después, me dio un poco de gusto. Viéndolo recostado ahí, ya no me sentía tan vulnerable, él se veía más. Por primera vez, ese viejo se veía inofensivo. Lo puse boca abajo y lo até de manos. Actué rápido, un poco, aprovechando que todavía no estaba tan tieso; pero, sobre todo, para que nadie me viera. Luego le bajé el pantalón y usé un abatelenguas, porque no encontré un tubo. Lo vi, nomás por unos instantes y de algún modo me sentí tranquilo. Apenas me cae el veinte de que por mucho tiempo lo odié más que a nadie en el mundo. Siento que fue él quien me hizo callado y retraído. Que, por su culpa, no me sentí seguro jugando con otros niños ni me sentía cómodo hablando con más gente; y ese día, después de tanto tiempo, le perdí todo el miedo. Lo vi de la forma más placentera en que pude haberlo visto, y esperé que él sintiera lo que yo sentí, y tal vez lo que sintió en su momento el chavo del tubo.
Cuando me sentí mejor, lo desaté, lo recosté y me alisté para abrirlo y prepararlo. Finalmente pude tratarlo como a cualquier otro muertito. Hasta me esmeré en que se viera lo mejor posible, aun sabiendo que iban a incinerarlo.
Desde ese día, puedo decir que encuentro un poco de ternura en lo que hago. Lavo mejor cada cuerpo, con un rigor especial. Me tomo mi tiempo en las cavidades y repaso bien sus senos y pectorales. Me esfuerzo por quitarles lo mejor posible el olor a muerte y aprecio más cada detalle. A veces, también los escucho hacer ruidos o los veo moverse un poco, y aunque ahora sé que son gases atorados, me gusta pensar que me agradecen por hacerlo con cuidado. Mi primera vez haciendo esto fue un poco traumática, pero si esto es la última experiencia de ellos, creo que merecen el mejor trato posible.