Pulso neón

Ismael Glaf (México, 1985) traza un combinado de amores perros agitando un cóctel con hackers, asesoras espirituales con caftán ajedrezado, drag queens con nombres de perra, ángeles de la guarda transexuales, pulseras relumbrantes y mucho tequila.

Rómula se acerca a la Voyager a ofertar el precio de la mamada, pero la rechaza el portazo. La camioneta escupe a una persona.

Incidencia

La madrugada es la única prostituta desocupada, parece gritarle a Rómula que se largue de ahí. Ella reacciona, corre cuadras arriba hasta el edificio habitacional en donde renta un departamento. La adrenalina la empuja a las escaleras. No sube más que un par de peldaños porque escucha: “cinco, seis, siete, respira”. La voz de la Hermana traspasa las viejas paredes de la vivienda, de su cráneo. Rómula empuña su muñeca en vez de golpearse las sienes. Al entrar en contacto con la piedra neón de su pulsera, la atraviesa un rayo de tranquilidad.

Y vuelve a la calle.

La Voyager ha desaparecido. La marquesina bancaria vierte fosforescencia sobre un muchacho tumbado a pie del poste. Solloza, está desnudo.

Indiferente al riesgo, Rómula se agacha para reclinarle la cabeza y ver qué tan lastimado se encuentra. Quien hace poco fue expulsado de la camioneta afloja su cuerpo hecho una contorsión. Se reacomoda de tal manera que la frente queda recargada en las rodillas. No busca comodidad, sino ocultar la plasta de engrudo en que ha terminado su maquillaje.

Rómula alcanza a reprimir el impulso de plantarle un beso maternal. Lo ayuda a incorporarse y lo sostiene con verborrea sólida, que trata sobre el verdadero peligro de seguir otro minuto más ahí. Antes de dar un paso se quita la gabardina transparente, la eficaz promotora de fantasías para su clientela; también las zapatillas rosa mexicano, sus favoritas. Con ellas procura proteger al desgraciado del frío y de las mierdas de perro en las banquetas.

Horas más tarde, el muchacho se remueve en el sillón de piel sintética. Avienta la frazada. Enfoca la vista hacia la mesa y descubre a un hombre con la calva que da lustre la lámpara falsa de araña. Viste una holgada camiseta con un estampado de los Thundercats: es Rómula, quien deja de rasurarse la espinilla para señalar en completo silencio la puerta del baño.

La acústica de las arcadas se trasmina a la sala, incide en los cuandos de la prostituta, encuadrados en las fotografías de la repisa: la sierra zacatecana, el retrato escolar apergaminado, la serie de bustos claroscuros durante la etapa inicial de hormonación. Impresiones que integran una sola veta de dolor que no deja de ramificarse en torno a los ademanes del tiempo.

Conexión

La mañana se hace tarde y luego noche y en las profundidades de esa nueva noche, están frente a frente, con sushi de por medio.

A cada bocado, las mejillas del muchacho recuperan pigmento. Cuando deja el plato limpio ya ostenta su virilidad aniñada y confiesa que es hacker de cajeros automáticos. No desarrolla la idea. Se entretiene en clavar las uñas en el mantel de plástico, hasta que tararea Nothing’s Gonna Stop Us Now de Starship. Rómula reconoce la melodía, la sigue a balbuceos.

Ninguno pronuncia inglés correctamente ni sonríe ni se mira.

El hacker abandona la tonada para rememorar sucesos en voz alta: estaba en su bar preferido de noches de karaoke, salió a fumar a la calle, y de pronto sintió el escupitajo en la cara. Levanta la barbilla para puntualizar: quien lo hizo fue la Sargenta, su madre. Ella le arrancó el cigarro de una bofetada, lo llamó puto de mierda, le ordenó que se subiera a la camioneta y, sin darle tiempo a reaccionar, abrió paso a un sardo corpulento que ahuyentó a la gente a la redonda. El muchacho se truena los dedos en un esfuerzo por estimar cuánta dignidad le costó resistirse a perder la peluca. Cambia su postura en la silla, incapaz de revelar que su propia madre le apuntó con una Beretta dentro de la Voyager. Después de arrancar un pedacito de mantel, desvía su relato hacia la laptop que el sardo le aventó a los asientos traseros en un alto de semáforo. Para empezar, debía plantar el malware en el cajero ATM marcado en el geolocalizador. Sin embargo ni la maestría con que tecleó los comandos ni su destreza al reemplazar el disco duro en el sitio, lo exentaron del castigo por vestirse de mujer.

Rómula pasa por una atenta psicoanalista cuando en realidad sus pensamientos desmadejan la escena donde aparece el sardo. De la historia que le confía el muchacho acaba por soltarse una hebra de recuerdos personales: Zacatecas-militar-flirteo-somníferos-ausencia-dolor.

Lo creyera o no, este hilo se entrelazaba en su pulsera.

Quien se la anudó fue la Hermana, una asesora espiritual que conoció a los pocos días de mudarse a la Ciudad de México. Esta mujer, que olía a muestrario de perfumes de Avon, logró sugestionarla cuando le explicó que la piedra neón era una celda. Resguardaba a un muerto condenado a protegerla. Uno con nombre y apellido, pero despersonalizado: el militar que le borró la ceja con un cautín.

Lo último que Rómula admite para sí misma es que los meses que llevaba prostituyéndose se había sentido tan segura como una actriz de hot line. Estira la espalda como si hubiera visto una cucaracha sobre el sushi sobrante. La asalta la mano del hacker, que le pide prestado su celular para demostrarle lo fácil que es ordeñar el cajero de la plaza comercial.

Disidencia

Ha transcurrido el invierno.

En el bar, el hacker luce un mono de denim intervenido con encajes. Las luces cobrizas destacan el sombreado ochentero de sus ojos. “Soy Trina”, se adjudica el nombre de su perra de la infancia, momentos antes de que corra la pista para su primera participación en el escenario.

¡Kardashian!, replica el público enloquecido cuando la drag queen que la declara Reina del karaoke nalguea sus rellenos.

Trina Kardashian eleva sus brazos al cielo. Permite que la espesa evanescencia de euforia del bar le amalgame el pseudónimo al cuerpo. Los aplausos son el fijador acústico, y ella, con el hormigueo de la grandeza que solo permite una honesta interpretación, se pone en cuclillas. Concentra todo el agradecimiento en los labios para disparárselo a Rómula en un beso.

Al recibirlo, la prostituta da un trago directo a la botella de tequila. Las pestañas con grumos escarlata le pesan como si por ahí escurriera su corazón. Se limpia la lágrima de la aleta de la nariz. Corresponde el gesto a Trina Kardashian envuelta en el escándalo del público que acaba de enterarse de que ella, la Reina del karaoke, cantará una balada propia.

Las luces se atenúan en sincronía al adorno vocal que abre la pieza y condescendientes a la audacia de usar como plantilla I Have Nothing de Whitney Houston. El performance a capela despierta en Rómula una erección que la obliga a acomodarse en la silla metálica. En su sexo se aglomera la casta felicidad, fruto de los meses de compañía del hacker.

Bebe más tequila. En lugar de sumarse a los aplausos, se rinde a la euforia. Intenta desatar con los dientes la pulsera con la piedra neón, pero falla. La Hermana, que de pronto ha aparecido en el bar enfundada en un caftán ajedrezado, la jala dramáticamente del codo.

Interconexión

La fiesta continúa en el departamento.

Trina Kardashian atiende el timbre. En cuanto abre la puerta, la Hermana la abraza, la felicita de manera escandalosa por su triunfo de cantante. Con hilaridad anuncia a las prostitutas que desenredan los cables de los micrófonos que, a su edad, su vejiga hace de las suyas. ¡Salud!, levanta una copa invisible y se precipita al baño como si imitara a un ganso.

Rómula se pierde el espectáculo de la sala. Separada por una pared, se encuentra a años luz de las carcajadas.

Eructa, esparce las medias y el vestido sobre la cama. Envuelta en la sensación acondicionada de la carne sin faja, busca el paquete de toallitas desmaquillantes. El sigiloso mareo la interna en un laberinto que la divierte hasta que pisa una botella de perfume de Avon. El desequilibrio la manda al tocador, la confronta con el espejo. El maquillaje ya no cubre la cicatriz en la ceja que le dejó el sardo zacatecano. Ese detalle plástico crece, crece como un globo de chicle hasta el tamaño de una epifanía.

Rómula evita su reflejo. Encuentra dos pilas de billetes robados de un cajero automático. Presiona sus lagrimales con el índice y el pulgar y baja todo el volumen mental. Ahí está, el hacker es real, se promete al escucharlo interpretar What’s Going On de 4 Non Blondes. Yeah, yeah, yeah, yeah…, canturrea mientras abre el cajón de sus hilos dentales.

Irrumpe un empalagoso grito en la habitación. Proviene de la Hermana, que no deja de abanicarse con el caftán. Esta rubicunda mujer satura el espacio con sus movimientos nerviosos, pregona lo obvio, que está pasada de copas. Se sienta en la cama, critica la firmeza del colchón, señala los frascos del tocador, garantiza que son ideales para encerrar a los muertos. Cambia abruptamente de tema, opina que Trina Kardashian tiene una voz maravillosa, que de seguro, sin el vestuario, debe ser un muchachito muy guapo. Este último comentario se lo dedica a la almohada que toma por un gato, al que le murmura que tiene suerte de que las putas no lo cambien por mocosos.

Rómula reacciona al fin. Olfatea la hostilidad y propone regresar a la sala. Entonces la Hermana tira al supuesto felino, pregunta por qué se fue a escondidas del bar, por qué quería deshacerse de la pulsera.

Para Rómula, ambos asuntos son incómodos de responder porque tienen que ver con el fastidio de su presencia. Sin embargo, se decanta por el segundo, el más arriesgado. Como parte de su respuesta, saca del cajón un sostén, lo lanza al ángulo de la recámara, donde hay un bote de basura. Va a quemar todos esos trapos, asegura, está decidida a dejar las calles y por eso no necesitará más de la protección de la pulsera.

La Hermana actúa como una protagonista de telenovela que, a su pesar, se rinde en el desenlace de la historia. Abandona la cama, se acerca a Rómula con energía de reptil. No es a ella a quien ciñe de la cintura, sino al zacatecano. Le murmura que aún lo ama y mucho más porque dejará de venderse. Con suavidad en el límite de lo voluptuoso, le toca las comisuras de los labios mientras suelta un comentario con cargas equivalentes de poesía y cinismo: el universo destina a algunos a tejer crisálidas con pestañas de efecto mariposa. Y sin explicar la frase, conduce su tacto a la pulsera que a Rómula ya le pesa como un grillete.

Apariencia

Es mediodía. Las botellas abiertas de cerveza despiden el olor de los restos del karaoke. Las prostitutas se han ido.

Sin la vestimenta y accesorios de Trina Kardashian, el hacker camina un poco encorvado. Con una toalla en el antebrazo, pasa de largo por el sillón que ocupan Rómula y la Hermana. Da por hecho que también las atormenta la resaca. Él odia este estado y la ronquera. Solo quiere ducharse y dormir el resto del día.

Instantes después de entrar al baño, asoma su cabeza a la sala. Atiplado, se queja de que no hay agua caliente; infantil, le pide a su madre que verifique si el calentador en la zotehuela está encendido.

Rómula es una autómata que obedece. No camina tres pasos, cuando la Hermana detona un agudo grito de borracha. Chilla que se mea. Hace ondear a su caftán como a un espectro mientras se aproxima a la puerta del baño. A su paso, la atmósfera del departamento cambia. Todos los objetos parecen generar una membrana eléctrica que se desliza sobre el silencio del lugar.

Además de oírla, el hacker se vuelve presa de un hedor balsámico. Tose, deja de cubrirse el sexo con las manos. Junto a él, la Hermana rocía una sustancia neón a través de una botellita de perfume, como si persiguiera a un insecto. No son cómicos sus movimientos. Por el contrario, con una actitud displicente que resalta su esbeltez, le ordena al adolescente que deje de comportarse como una loca dramática.

Solemne, le habla a la pared donde se encuentra la repisa de las fotografías de Rómula: su especialidad, asegura, son los conciliábulos de muertos, invocaciones originales de una antiquísima tradición nigeriana. También realiza trabajos menores, amarres, limpias, lecturas de caracoles o círculos de polvo de huesos.

Gira para ponerse frente al hacker. Inhala como si intentara sustraerle cada molécula de olor.

En la zotehuela, el razonamiento de Rómula está encapsulado en una crisálida mágica. Al introducir el cerillo para encender el piloto del calentador, el flamazo le borra las cejas. Y, como si su piel estuviera empapada de gasolina, el fuego alcanza su pulsera.

La sustancia neón que ha rociado la Hermana aísla cualquier otro sonido que no sea su voz. También participa de la parálisis del adolescente, turbado por el torrente de estímulos. Por un lado, zonas aleatorias de su cuerpo sufren el dolor de ventosas al desprenderse de la piel. Por otro, recibe la información de la mujer que consideró menos que charlatana desde que Rómula lo enteró de su existencia. Ella le ofrece un amuleto: nada estorboso, quizá una pulserita con alguna piedrecilla mágica para distintos propósitos, por ejemplo, sonríe, para reconectarse con el amor de su madre.

El hacker deja de escuchar. La pesadez sobre sus hombros se transforma en una experiencia de derretimiento. Pierde altura, su cráneo se llena de ruidos similares al motor en marcha de la Voyager.

Escucha aplausos. Ataviado como Trina Kardashian, pestañea para acostumbrar su vista. Voltea, se encuentra en un cubículo bancario. La calle detrás de los cristales es fluorescente. Este atuendo de la noche le permite reconocer con nitidez al sardo y a su madre. El ruido se disuelve, la golpea la angustia. El disco duro de reemplazo cae de sus manos entorpecidas.

Poco a poco, la pantalla del cajero ATM deja de mostrar la interfaz bancaria. Al centro de ese recuadro azul crece un pixel hasta definirse como una imagen de filtro verdoso. Es el vídeo de una cámara de vigilancia que muestra el mismo lugar desde otra perspectiva. Las bocinas, entretanto, emiten la voz sucia de la Hermana. A carcajadas, jura que es la Gran Hermana y que, a partir de entonces, vigilará todos sus movimientos, como hasta ahora ha hecho con los de Rómula.

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