Desde el dormitorio en el segundo piso del Gran Hotel Beau-Rivage, tengo una agradable vista del paseo del puerto y del abierto embarcadero de Ginebra. Es allí hacia donde se dirige Franziska acompañada por la condesa Sztáray. Juntas dan el efecto que queremos producir. La más serena calma rodeando a dos señoras desconocidas. Acaban de cruzar la avenida cuando un golpe de viento les ha dado de lleno en sus cuerpos. Franziska ha debido llevar la mano al rostro, ya no tan perfectamente cubierto por el velo del sombrero, para que nadie pueda darse cuenta del monumental engaño en que se mueven. En que nos movemos. Hemos repetido esta hazaña desde mi decisión de registrarnos en el hotel como la Comtesse de Hohenembs y sus dos acompañantes. No es la primera vez que realizamos estos descomunales, secretos disparates. Temprano en la mañana, antes de mis ejercicios, me acordé de aquella otra vez en el puerto de Esmirna, hace como diez años atrás. Mientras Franziska recibía los honores y halagos de las autoridades locales en el barco de gala, haciéndose pasar por mí, yo había desembarcado de incógnito en aquel extremo occidental de Anatolia para conocer en parte aquella ciudad tan poblada, después de Atenas, en el mar Egeo. Me atraen desde siempre aquellos lejanos y exóticos parajes. ¡Ah, como me habría gustado tener a Franziska conmigo cuando me lo pasaba tosiendo en esa cura de varios meses en la isla de Madera! Por eso después mandé a construir mi villa “Aquiles” en la isla de Corfú, para sentirme una ciudadana de ninguna parte sin necesidad de falsos tributos.
Aun no me animo a utilizar la vajilla de viaje que me regaló Franz Joseph para nuestros esponsales, como si aquello más que un agasajo hubiese sido una maldición. De cualquier forma, cuando estoy sola, casi no como. No pruebo bocado. De esta forma paso como un ligero soplo desde Biarritz a Bad Kissingen, desde Nápoles a Barcelona, desde Argel a Lisboa, porque si descubren a la auténtica emperatriz de los Habsburgo detrás del abanico o de la gasa del sombrero, todo se va a frustrar, se va a podrir, ante los recibimientos oficiales o los deberes de mi representación. Franziska me salva de todo lo que detesto.
Siempre me gustó Franziska desde que la vi por primera vez. Me atrae la gente hermosa, las bellas mujeres, aunque ni de lejos estuve rodeada en mi vida de bellezas, como pudiera creerse por los retratos de Winterhalter que se repiten de corte en corte, a lo largo y ancho de Europa. Mi cuñada Carlota, sin ir más lejos, siempre tuvo la locura reflejada en su cara como una premonición, tal si detrás de su cutis de porcelana se apareciera una horrorosa calavera mexicana. Y ni hablar de esa española regordeta, hinchada de crinolinas para esconder su afición a las tortillas, quien se pinta el rostro más de la cuenta en la falsa corte de los franceses. La condesa Sztáray, por otra parte, es una prueba fehaciente de la fealdad cortesana vienesa, y de seguro cualquiera de las mujeres elegidas por la archiduquesa Sofía, mi horrible suegra, como parte del suplicio de vivir enclaustrada en los apartamentos imperiales del Holfburg. Para hermosa, me digo, basto yo. Siempre he sido la emperatriz más hermosa de Europa en este fin de siglo, o de mediados de siglo, según la cronología de mi devastada vida.
Advertí la hermosura de Franziska, parecida a mí en su casi imperceptible vulgaridad burguesa, desde el primer momento en que la vi. Además resultaba ser la mejor peluquera de Viena, de acuerdo a lo que observé de pronto en una función teatral nocturna. Pero, ¿era posible que una simple peluquera pudiera parecerse a la emperatriz de los Habsburgo? Pedí al administrador del Burgtheater que me la presentara para felicitarla por su trabajo en la cabellera de la actriz principal. No sabía exactamente por qué estaba haciendo ese acto tan condescendiente. Entonces, en aquel camarín del teatro, descubrí el parecido. Éramos casi de la misma altura. Ella se quedó sin palabras delante de mí, poco acostumbrada, de seguro, a esas imperiales felicitaciones. La cité a los aposentos del Hofburg al día siguiente, y de inmediato le ofrecí el puesto de peluquera personal. Fuimos noticia en ese año de 1863 en el Wiener Morgen: “Finalmente Su Majestad la Emperatriz ha encontrado peluquera. La señorita Feifalik renuncia al encargo de peluquería de las actrices de la corte y a los honorarios fijados y recibe una compensación anual de 2.000 florines para poder dedicarse al más alto servicio como peluquera imperial, por lo que, si su tiempo lo permite, no se excluyen otras ganancias artísticas valiosas.”
Se pasaba casi tres horas diarias conmigo, desde que la mandaba a llamar tras el baño matutino en el tocador. Convertida en una de mis confidentes más cercanas, puso celosas a muchas damas de honor, comenzando por la antipática condesa María Festetics. Y de pronto caímos en la cuenta de que estaba llamada a realizar otro sutil trabajo para mí: podía ser mi doble. Salimos invictas de la prueba en el puerto de Esmirna, como ya lo saben. Ni Franz Joseph habría sido capaz de advertir el engaño. Pero no podíamos abusar de aquello, por lo que decidimos que solo utilizaríamos la jugarreta donde no se me conociera tan a fondo, especialmente en el extranjero.
Lavarme el cabello le tomaba, por lo general, un día entero. Y se repetía cada tres semanas. Antes me enfadaba mucho cuando el antiguo peluquero me mostraba un peine con pelo «muerto» que se había caído de mi cabeza. Franziska tenía una cinta adhesiva pegada al interior de su delantal para ocultar el cabello que se había caído. Después del final del procedimiento, hacía una reverencia y comentaba: «¡Me estoy hundiendo a los pies de Su Majestad!»
Se convirtió en la peluquera más importante de la Monarquía del Danubio. Su rol en mi belleza no puede subestimarse; sus interesantes creaciones en mi cabello contribuyeron al hecho de que mi persona fuera percibida como una figura de culto. Esta complicada corona de cabello, con largas trenzas entrelazadas en mi cabeza, fue una creación de Franziska, que fue copiada muchas veces, pero siempre en vano. Sus peinados no solo fueron imitados por mis hermanas, en especial por Nene, sino también por numerosas damas de la alta nobleza y la sociedad de la época.
Así llegamos a este 10 de septiembre de 1898. Tengo sesenta años y no me fotografían desde hace más o menos treinta. Tal vez puedan existir registros míos, pero siempre aparezco detrás de un abanico o una sombrilla que me cubre el rostro, por lo que ni el dueño del Hotel Beau Rivage, ni nadie en Ginebra o en cualquier otra parte de Europa, tienen la seguridad de que yo pueda ser Sissi, la emperatriz. Además me desplazo vestida de luto riguroso desde el fallecimiento de mi Rodolfo, completamente alejada de la extravagancia del gran traje de Worth, y de las estrellas de perlas y brillantes que colgaban de mi pelo en el más famoso retrato de Winterhalter que conservan en la corte. Franziska y la condesa Sztáray apresuran el paso, en la cercanía del muelle, junto a otros transeúntes, para subir al vapor de línea de las 13.40 horas rumbo a Montreux. Me distraen, en este momento, los golpes a la puerta del aposento. ¿Quién será? ¿Habrá que insistir ante la administración del hotel en que viajamos de incógnito? Me pongo un velo azul sobre el rostro y acudo a abrir. Estoy completamente sola. Es un mozo quien me hace entrega de un periódico que yo no he solicitado. Lo acepto y cierro la puerta de inmediato. La noticia está allí enfrente mía acompañada de una antigua ilustración que no me favorece. La emperatriz Elizabeth se encuentra de paso por la ciudad, dice la nota. ¿Cómo nos han descubierto? Corro hacia la ventana abierta para intentar llamar la atención de mis acompañantes, tal vez indicarles que regresen, pero algo extraño está sucediendo en ese preciso instante. Un insignificante hombrecillo se ha cruzado delante de Franziska y le pega un manotazo al abanico. Franziska cae al suelo y la Sztáray de puro temor a ser descubiertas en la trampa, apenas ayuda a Franziska a ponerse de pie. Un par de hombres corren detrás del supuesto ladrón y todo podría terminar allí, con su apresamiento, pero, de pronto, caigo en la cuenta de que eso está apenas comenzando. Se me acelera el corazón de miedo pero al mismo tiempo de un extraño estado de ansiedad. Franziska se ha logrado poner de pie y apura sus pasos hacia el vapor, ante los gestos de la condesa que parece estar en desacuerdo con ella y posiblemente le reclama que regresen al hotel. Me quedo en una especie de somnolencia sin dejar de observar, mientras el vapor con las dos mujeres en su interior, se aleja del muelle. Pero no pasan más de cinco minutos cuando la embarcación parece detenerse y de inmediato inicia el regreso.
Tengo una brutal premonición de lo que va a suceder. O quizás de lo que ya ha sucedido. Imágenes como estas me acompañan desde la noche en que me despertaron para comunicarme que había ocurrido una tragedia en el pabellón de caza en Mayerling, al sur del Bosque de Viena. Así mismo vi a mi hijo Rodolfo y María Vetsera antes de su fin. Tal como veo que en tan pocos minutos han acomodado a la infeliz Franziska en una improvisada camilla y a la condesa Sztáray agitando los brazos como si quisiera llamar mi atención, suponiendo que yo registro ese extraño momento.
Tengo la suficiente lucidez para saber lo que tengo que hacer. Ha llegado el momento de romper con todo e ir hasta las últimas consecuencias. Algo grave ha debido sucederle a Franziska en el momento en que el hombrecillo se cruzó con ella y ya es tiempo que haga mi equipaje sin la ayuda de nadie. Puede que así sea mi vida de ahora en adelante. Aunque no será gran cosa. Apenas un par de maletines, ningún baúl. Pido un coche a la entrada del hotel y nadie parece reparar en mi persona porque advierto que algo grave ha ocurrido al otro lado de la avenida junto al embarcadero de Ginebra.
Me dirijo a la Estación de ferrocarriles y al momento de descender del carruaje, me doy cuenta de que nadie presta atención a lo que ocurre, porque ha comenzado a correrse la voz de que han asesinado a una señora que iba a subir al vapor de línea de las 13.40 horas rumbo a Montreux.
Pregunto por las próximas partidas internacionales. A las 14.15 de la tarde sale un expreso en dirección a Francia. Alcanzo a comprar el boleto antes de que el tren deje la Estación de Ginebra. ¿Qué hago aquí? ¿Adónde voy? ¿Es que acaso pretendo cruzar el canal de la Mancha para presentarme ante la Reina Victoria? ¿Con qué motivo? Tengo muy claro que esa otra regordeta se pone furiosa cuando sabe que ando próximo a ella. Me cree capaz de cualquier desmán protocolario.
La Reina Victoria pronto conocerá la noticia de mi muerte, tal como la escucho yo al momento de solicitar el servicio de té y escucho al mozo parloteando con los pasajeros instalados en el compartimiento al lado del mío:
– Han asesinado a la emperatriz Elizabeth de Austria – dice el sirviente -. Sucedió en el puerto de Ginebra. Un delincuente italiano, quién más, le enterró un estilete en el pecho y le desgarró el corazón.
Entonces siento piedad por la pobre Franziska que se ha adueñado de mi propia muerte. Así como peinó mis lucidos cabellos en vida, así se podrirá en la cripta de los Agustinos en Viena. Qué máximo honor para ella. Pondrán a la bella peluquera con un hoyo en el corazón en el catafalco real, después de realizarle alguna autopsia de la cual la condesa Sztáray se ha hecho cargo, llevándose el secreto de nuestra suplantación hasta su propia Hungría adonde clamará volver. Mi hija, la archiduquesa Valeria, habrá exigido que el ataúd permanezca cerrado durante todas las exequias imperiales, para impedir a toda costa que Franz Joseph no pueda ver lo que no podrá soportar: a su amada Sissi muerta.
Para entonces yo ya habré llegado a La Rochelle –Pallice, en el norte de Francia. He averiguado que allí se detienen los vapores ingleses que hacen el recorrido hasta la América del Sur. Nunca he viajado tan lejos. Lástima que no tenga a mano la vajilla de viaje que me regalara mi marido, pero espero que los ingleses sepan servir como en Viena.
Pregunté cuál es el destino más lejos del mundo, en esas ya lejanías. Tal vez me revelen sorpresas como Corfú o la isla de Madera. No deja de provocarme miedo saber que estaré cerca de donde asesinaron a mi cuñado en un cerro de las Campanas, en México. Pero me dicen que México está muy, muy lejos de ese Chile, destino final del vapor Orcoma, a donde me dirijo. Una ciudadana de ninguna parte.
En la corte, dirán que Franziska Feifalik, de soltera Rosler, no soportó la pena de perder a su amada emperatriz. Que se le vio por última vez en el norte de Francia, y de ahí se le perdió su paradero por siempre.