8:30 de la noche

Andrea Farina (Italia, 1982) nos envuelve en la bruma de la adolescencia "distinta" en un pueblo del sur de Italia donde frases no dichas, miradas y comportamientos se balancean mecidos por el campo minado de la atracción y el deseo.

Nunca me gustó mi perra. Se le había regalado una ex novia a mi hermano, al poco tiempo rompieron y nos quedó la perra como souvenir.

Le habían puesto Laika, y a pesar de ser poco original, a nadie de la familia se le ocurrió cambiarlo; un poco por pereza y un poco porque, en un pueblo del sur de Italia donde todos los perros se llaman Rambo, Laika al menos sonaba exótico. Pero sobretodo por pereza.

No era cariñosa, no le gustaban los mimos y si alguien se acercaba para acariciarla, ladraba y mostraba los dientes. Estaba loca.

Mentiría si no dijera que después de 11 años de convivencia con Laika, nadie la veía como parte de la familia. Era un trabajo más, como hacer la cama o limpiar las ventanas, que no tiene ningún sentido, pero hay que hacerlo. Mi hermano nunca mostró interés en cuidar a la perra y mucho menos después de la ruptura, así que mi madre se encargaba de darle de comer y mi padre la sacaba a pasear.

Esto fue así hasta que mi amigo Francesco se puso de novio con mi vecina Giuliana. A partir de ahí fui yo el que sacaba a la perra todos los días a las 8:30 de la noche.

Francesco y Giuliana llevaban unos meses juntos y cada noche él la acompañaba hasta su casa justo a lado de la mía. Desde la ventana de la cocina los veía mientras caminaban con paso ridículamente lento, como queriendo engañar al tiempo.

Él le ponía un brazo alrededor del hombro; ella se limitaba a sonreír mirando la acera. Era imposible descifrar lo que se decían en voz baja, solo Dios sabe las veces que lo he intentado.

Al llegar a su portal se perdían en la oscuridad. Puede que para darse los últimos besos o para hacerse alguna promesa de amor. Mi imaginación siempre completaba la escena. Lo que sí sé es que todos los días se repetía la misma historia, sin falta, a las 8:30 de la noche.

Yo salía de casa poco después para que ninguno de lo dos me viera. Caminaba hasta el parque que quedaba en la dirección opuesta a la casa de Giuliana, y que Francesco tenía que cruzar para llegar a la suya. Me sentaba en un banco, prendía un cigarro y ahí esperaba impaciente mientras Laika daba sus vueltas en búsqueda de un lugar seguro donde cagar. No pasaban ni 10 minutos hasta que Francesco aparecía por el parque. Se sentaba a mi lado y nos poníamos a charlar un rato. Conmigo no había besos ni promesas de amor, pero me confortaba saber que yo era la última persona que le daba las buenas noches antes de regresar a su casa. Era poco, pero para mí era todo.

Cuando el resto del mundo piensa que tu amor está mal, la imaginación es lo único que te queda para sobrevivir.

—¿Te metiste una raya en la fiesta de Luca?” —me suelta Francesco saliendo de las sombras sin saludarme.

—¿Qué? —La pregunta me pilla por sorpresa así que finjo no haberle oído.

El día anterior había sido la fiesta de cumpleaños de Luca y fuimos todos. Como es tradición, su familia había alquilado una sala a las afueras del pueblo para celebrar su mayoría de edad, con dj y buffet libre, que parecía que Luca en lugar de cumplir 18 años, se iba a casar.

Siempre me gustaba cuando alguien del grupo montaba una fiesta de cumpleaños porque por lo demás éramos bastante aburridos.

Entre semana nos veíamos en la parroquia, sea para el coro o las clases de catequesis, y de vez en cuando el sábado nos íbamos a tomar algo en algún bar triste del centro, nada más.

Éramos lo que la gente del pueblo define como chicos de bien, a mí no me molestaba, todo lo contrario, me servía.

Prefería que la gente se acordara de mi como el chico gordo y dulce del coro de la iglesia, que va a misa todos los domingos y que saca buenas notas, más que como el afeminado que escucha a Laura Pausini y le encanta Disney. Así que las fiestas de cumpleaños para mí eran como poner un paréntesis en cursiva en un texto escrito todo en redonda.

Antes de salir pasaba más tiempo de lo normal en el baño, me ponía la colonia de mi padre y con suerte conseguía coger una camisa de mi hermano mayor. Obviamente sin que se él diera cuenta y con la complicidad de mi madre. A ella le hacía ilusión que su hijo menor se arreglara para gustarle a las chicas y yo se lo dejaba creer.

Si no dices nada, no es mentir.

Luca sopló las velas y pidió al dj que pusiera L’amour toujours de Gigi D’Agostino. En pocos segundos todo el mundo ocupó el centro de la pista, incluso los viejos envalentonados por el cava para mostrar lo mal que bailaban. Francesco y Giuliana estaban apartados en el fondo de la sala. Él la cogía de la cintura por detrás y solo la soltaba para acomodarle el pelo por arriba del hombro. De vez en cuando le susurraba algo al oído.

“Eres la más guapa de todas.”

Yo veía todo desde lejos, como siempre.

La enésima escena de una peli en la que siempre hacía de director, nunca de protagonista. Tan ensimismado estaba que no me dí cuenta de que alguien me hablaba.

—¡Qué puto rollo esta fiesta!

Era Bianca, una chica un año mayor que yo que desde hace unos meses formaba parte del grupo, más por obligación que por libre decisión. En el pueblo se decía que un día volvió a su casa tan borracha que sus padres decidieron intervenir. El primer paso fue prohibirle de juntarse con los cuatro raros del pueblo que se pasaban el día fumando porros y tomando cerveza en lata.

El segundo paso de su rehabilitación, para nada sustentada por la opinión de ningún profesional, consistía en hablar con los padres de Luca para que él introdujera a Bianca en su comitiva de chicos de bien.

Los padres de Blanca también desconocían que la mayoría de esos chicos de bien, al salir de la misa del domingo después de deleitar el público con sus voces angelicales, se pasaban la tarde contando chistes homofobos y misóginos, adornados sin falta, de alguna cagada en Dios, la Virgen o el Santo de turno. Aún sabiéndolo, no creo que eso fuese un problema para ellos. Todo el mundo en el pueblo era homofobo y misógino, y seguro que había soltado alguna blasfemia. Si todos lo hacen, no está mal.

Bianca me caía bien y me daba miedo a la vez.

No hablábamos mucho y tampoco teníamos nada en común, más allá de actuar un papel para que los demás estuviesen tranquilos.

No era guapa, no se arreglaba para salir a la calle y no se esforzaba para caerle bien a nadie. Mientras el resto de las chicas de su edad hablaban de sus primeras historietas, Bianca simplemente callaba. Era su forma de dejar claro a todo el grupo que no quería estar ahí. Y eso me parecía valiente.

—¿Cómo has dicho?

—Que esta fiesta es un rollo, tío.

Bianca metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta de denim, que no se había quitado desde que entró, sacó una bolsita pequeña con un polvo blanco.

—¿Quieres? —dijo como si estuviera invitándome unos tic-tacs.

—No, no, yo… —no pude acabar la frase.

Sabía lo que era ese polvo blanco, lo había visto en muchas pelis americanas y Don Antonio durante sus sermones había hablado varias veces de las “terribles consecuencias que eso podía generar en los jóvenes”. Después de años sigo preguntándome qué fue lo que Bianca vio en mi para que querer compartir una raya de coca. Quizás soledad.

—Igual, gracias.

No quería ser borde con ella. Una parte de mi quería caerle bien.

Otra vez yo siendo mí mismo.

—Tú no sabes divertirte.

—No es esto, es que nunca la probé.

—Y si nunca la probaste, ¿cómo sabes que no te gusta?

Por la misma razón porque nunca besé a una chica, pero eso me lo callé.

—Gracias, pero paso.

En ese momento noté que Francesco, del otro lado de la sala, me estaba mirando. Él también conocía a Bianca y como era de esperar, no le caía bien. Según él, era la clásica chica problemática que quería llamar la atención y esto, para un chico de 19 años criado a pan y buenos modales, no le entraba en la cabeza.

Me miraba como queriendo intervenir desde lejos. Por primera vez sentí que yo le importaba, así que decidí tomar mi primera raya de coca.

—Mira, ¿sabes qué? ¿Por qué no? —Me temblaba la voz.

—Pues vamos.

Bianca me llevó al lavabo que quedaba fuera de la sala de baile. Se aseguró que no había nadie dentro y después de entrar cerró bien la puerta.

—¡Tranquilo! Vas a ver que te va a gustar. Confía.

Ya, confía. Como si fuera fácil. Estaba encerrado en un baño sucio con una chica problemática a punto de convertirme en un drogadicto.

Y todo esto, sin que Francesco pueda verme. ¿Se puede ser más tonto? Bianca sacó un espejito de Hello Kitty, vació la bolsita encima y con un naipe dibujó dos líneas gemelas. En ese momento recuerdo haber pensando si al lanzar ese espejito en el mercado, algún jefazo de los juguetes era consciente de que este pedazo de plástico rosa, con la cara de un gatito, iba a terminar en este baño sucio. El contraste me hizo gracia.

—¿De qué te ríes?

—Cosas mias.

Bianca volvió a hurgar en su chaqueta y sacó un billete de 10.000 liras, lo convirtió en un tubito y antes de hacer desaparecer la primera raya me dijo: “Mira bien como lo hago.”

De repente me acordé de Pulp Fiction cuando Mia Wallace casi la palma después de una sobredosis y tienen que clavarle una jeringa en el pecho. Vale, era heroína, no cocaína, pero daba igual. Ese arroyo de sangre saliendo de su nariz me traumó para siempre.

Bianca me pasó el tubito de papel azul, había llegado mi turno. De todas las indicaciones que me había dado hasta ese momento se le olvidó la más importante, la de no mirar el reflejo de tu cara en el espejo para no sentir vergüenza. ¿Qué estaba haciendo, por dios? ¿Cómo había acabado ahí? ¿Qué tiene que ver todo esto conmigo? ¡Si yo no soy así!

—No le des tantas vueltas.

Bianca me estaba leyendo la mente.

Cerré los ojos y esnifé lo más rápido que pude. Se ve que debí de poner una cara ridícula porqué lo que escuché a continuación fue una carcajada.

Era la primera vez que veía a Bianca reír.

—No siento nada diferente, esto no funciona. —dije como si quisiera pedir una hoja de reclamación.

—Ya verás.

Volvimos a la fiesta sin hablar, cada uno disimulando como podía. De repente no me sentía tan solo. Escaneé con los ojos la sala entera.

Francesco y Giuliana se habían marchado.

—¡Coca! ¿te metiste coca ayer?

—Bueno, un poco…Sí. Bianca me dejó probarla. ¿¡Por?!

—Eso digo yo. ¿Por qué?

(Porqué quiero que te fijes en mi, ¡coño!)

—Porque sí.

Francesco se queda mirándome sin parpadear.

Me da miedo de que me esté leyendo la mente como hizo Bianca anoche.

Tengo que revisar mis defensas hacia el mundo exterior, está claro.

—¿Lo has hecho para que te viera?

¡Bingo! Mi corazón se acelera, mi cerebro se queda en blanco.

No sé qué decir, si es que tengo que decir algo. Siento vergüenza, mucha vergüenza, como cuando con 8 años mi padre me pilló con la ropa de mi hermana, la cara pintada y una camiseta colgando de la cabeza como melena. ¡Sácate eso!¡No seas tonto! Dijo tonto, pero quería decir raro.

No quiero que tú también pienses que soy raro, ¿¡cómo se rebobina esto?!

—Pero ¿qué dices! ¡Anda! —me rio sin mirarle a la cara.

El silencio se hace eterno.

—No lo hagas más… ¿vale?

—Vale.

Tengo la sensación de que algo ha llegado a su fín.

—Nos vemos mañana, gilipollas. —Me pellizca un moflete y se va.

Nunca más volví a pasear a Laika a las 8:30 de la noche.

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